Donald Trump
La tela de araña del «Ucraniagate»
Un final: absolución o condena al presidente Trump por su polémica conversación telefónica con Vladimir Zelenski
Arrancó el juicio para decidir sobre la posible destitución del presidente y EE UU amaneció roto en dos mitades. Una tormenta mediática, con los periódicos y las televisiones volcados al espectáculo, que contrastaba con la desafección y apatía de unos ciudadanos enfrascados en sus labores cotidianas. Por mucho que el mar de fondo sea casi guerracivilista. Un panorama de enfrentamiento coincidente con las tesis de psicólogos sociales como Jonathan Haidt, que alertan de que la trinchera política y religiosa distribuye odios y filias por imperativos emocionales que solo a la postre pueden justificarse racionalmente.
Habría que remontarse a los días de las protestas contra la guerra en Vietnam, el festival de Woodstock o las cartillas de reclutamiento quemadas delante de las cámaras, o antes de eso al Sur de la lucha por los derechos civiles, para encontrar un ambiente tan polarizado y corrosivo. Para hacerse una idea, la encuesta de Monmouth, realizada entre el 16 y el 20 de enero, arroja un 49% a favor de que Trump sea destituido y un 48% en contra. Otra más, de CNN, del 16 al 19 de este mes, da un 49% favorable a la destitución y un 47% en contra. La suma de estos y otros seis sondeos a nivel nacional, todos en enero, da un 47,3% partidario del «impeachment» y un 47,5% en contra. Unas cifras favorables a Trump, dado el lento pero imparable aumento de los encuestados que se oponen a su destitución.
Horas antes de que empezara la ceremonia, la defensa del presidente había avisado de que considerá infundadas las acusaciones, imposibles de sostener ante un tribunal. Pedirá el sobreseimiento o la absolución. Los demócratas respondieron con toda la batería reglamentaria de argumentos para sostener el «impeachment». Los primeros están convencidos de que la oposición trabaja desde el minuto uno para destruir la reputación de un presidente al que siempre consideraron ilegítimo. El posible abuso de poder y la supuesta obstrucción a la Justicia constituirían los últimos hitos de una guerra de guerrillas sostenida del «Rusiagate» a los intentos por conseguir que los tribunales permitan a sus enemigos revisar sus declaraciones de impuestos.
Los demócratas, por contra, están convencidos de pelear en la trinchera del buen gobierno, la separación de poderes, la defensa de la Constitución y el legado que dejaron los fundadores del país, celosos en la construcción y perfeccionamiento de un sistema de contrapesos que impidiese el triunfo de un déspota. Basta con atender a lo expuesto por la propia Pelosi, que cruficó al líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell. Lo acusa de querer encubrir los teóricos delitos del presidente, de deshonrar su juramento a la Constitución, de actuar de forma vergonzosa y diseñar deliberadamente un proceso-trampa que sirva para ocultar la verdad y engañar al público. Y cuando McConnell se negaba a pactar las reglas y reclamaba imitar las de los juicios previos, mentía: «Durante semanas», sostiene Pelosi, «ha insistido en que se adherirá a las reglas utilizadas durante el juicio de destitución de Clinton y que ‘lo justo es justo’, pero su propuesta niega la necesidad de testigos y documentos durante el juicio. En contraste, durante el juicio de Clinton, hubo depuestos y el presidente proporcionó más de 90.000 documentos». Para Pelosi, el presidente «minó la seguridad nacional, puso en peligro la integridad de las elecciones y violó la Constitución para su propio beneficio personal y político».
Los republicanos sonríen cada vez que repite que «el deber, el honor y el país están en juego» y les acusan de no respetar la voluntad del pueblo. Lo mejor está por llegar, tuiteaba entretanto Trump, que aprovechó ayer para recordar que EE UU vive una era económica dorada. Por grave que parezca el enfrentamiento entre senadores, partidos y votantes, el presidente cuenta con la variable económica, decisiva, para imponerse en otoño.
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