Y además
Vladimir Putin versus Alexei Navalni
La batalla por el futuro de Rusia se intensifica
El 30º aniversario del colapso de la Unión Soviética será un telón de fondo conmovedor para la política rusa en 2021. En agosto de 1991, los partidarios de la línea dura del Partido Comunista dieron un golpe de estado contra Mikhail Gorbachov, el último reformador soviético. Sacaron tanques a las calles en un esfuerzo por revertir el curso de la historia que se había vuelto contra ellos, y al hacerlo aceleraron la desintegración del imperio. Los moscovitas salieron a defender su parlamento nacional bajo la bandera tricolor de Rusia. Cuatro meses más tarde se disolvió la Unión Soviética.
Aunque la mayoría de las ex repúblicas soviéticas han seguido adelante, la propia Rusia ha vuelto a su pasado imperial. Vladimir Putin, que comenzó su presidencia en 2000 con la restauración del himno soviético, ha restablecido gradualmente muchas de las antiguas prácticas soviéticas, incluida la censura, la represión, el enfrentamiento con Occidente y la agresión a los vecinos. Su voluntad de deshacerse de las normas de la posguerra fría y su capacidad para usar la fuerza le han dado una ventaja táctica sobre Occidente.
Pero 30 años después del colapso soviético, otra corriente histórica rápida y poderosa se mueve contra los remanentes del orden soviético. Esta corriente se intensificará en 2021, mostrando los costes y fracasos de la política de Putin. Habiéndose jugado su legitimidad sobre la idea del resurgimiento imperial, se ha enemistado con la mayoría de las ex repúblicas soviéticas, que ahora ven a Rusia como una amenaza más que como un imán. Su anexión de Crimea y la guerra en Donbas le han costado a Rusia su relación con Ucrania. Y la guerra de seis semanas entre Armenia y Azerbaiyán, que terminó con un acuerdo de paz negociado por Rusia el 10 de noviembre, puso de manifiesto el creciente papel de Turquía en la región.
Quizás en ninguna parte se esté desafinado tanto al legado soviético de manera tan visible como en las calles de Bielorrusia, una de las partes más autoritarias y aparentemente dóciles del antiguo imperio soviético, que ahora está siendo barrida por un levantamiento nacional. Durante los últimos 26 años la ha gobernado Alexander Lukashenko, un populista antiguo director de granjas colectivas, que utilizó el legado soviético como base de su régimen. Se deshizo de la bandera roja y blanca introducida por primera vez en 1918 durante un breve período de independencia de Bielorrusia y luego volvió a adoptarla en 1991, cambiándola por una versión modificada de la bandera de la Bielorrusia soviética. Con la ayuda de los subsidios rusos, mantuvo las fábricas en manos del Estado, reprimió a su pueblo y manipuló las elecciones en nombre de la estabilidad.
En agosto de 2020, cientos de miles de bielorrusos salieron a las calles para protestar contra el robo de otras elecciones. El presidente los recibió con violencia, convirtiendo una protesta en un levantamiento nacional. Los manifestantes se envolvieron en la bandera nacional roja y blanca y cantaron canciones bielorrusas, que Lukashenko trató de ahogar con música soviética. El despertar nacional también fue percibido con razón como una amenaza para el régimen de Putin, no solo porque expuso la fragilidad de la dictadura, sino porque desafió su base ideológica compartida. También caló hondo entre los manifestantes en Khabarovsk, en el lejano oriente ruso, que salieron a las calles casi al mismo tiempo, después de que el gobierno de Moscú arrestara a su popular gobernador. Y mientras el Kremlin respaldaba a Lukashenko, sus oponentes en Rusia vitorearon a los manifestantes bielorrusos y mostraron sus banderas en las calles y en Internet.
Como Lukashenko, Putin ha construido su ideología casi por completo en torno a fechas y símbolos soviéticos. Ha convertido el desfile militar que marcó la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial en su principal puesta en escena oficial. En 2020 este precedió a un pseudo-referéndum sobre cambios constitucionales que suprimieron el límite de mandatos presidenciales, lo que le permitiría, en teoría, permanecer en el poder hasta 2036. Sin embargo, sus índices de aprobación y su legitimidad están disminuyendo constantemente, junto con los ingresos disponibles de los rusos. Una economía estancada no revertirá esta tendencia.
El envenenamiento de Alexei Navalni, el principal líder de la oposición rusa, con Novichok, un agente nervioso de uso militar, parece un signo de desesperación. La supervivencia de Navalni y su afirmación de que Putin estaba detrás del ataque han socavado aún más la posición del presidente.
Aunque Putin controla los tribunales, los servicios de seguridad y los comités electorales, es probable que las elecciones parlamentarias de Rusia en 2021 se conviertan en un campo de batalla. La táctica de Navalni de consolidar los votos de protesta contra el partido Rusia Unida, el vehículo a través del cual Putin ejerce su poder, podría destruir la apariencia de omnipotencia del Kremlin. Aún más importante, la visión de Navalni de Rusia como un estado nacional moderno podría resultar más atractiva que el nacionalismo imperial de estilo soviético de Putin. Una lucha seria por el parlamento que hace 30 años declaró la independencia de Rusia de la Unión Soviética podría convertir este año en un aniversario inesperadamente significativo.
Artículo de Arkady Ostrovsky
© 2020 The Economist Newspaper Limited. Todos los derechos están reservados. Desde The Economist, traducido por France Philippart de Foy bajo licencia. El artículo original en inglés puede encontrarse en www.economist.com
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