Opinión

Cincuenta años del trágico invierno de la democracia chilena

Gilberto Cristian Aranda es el coeditor del libro coral "Resonancias de un golpe. Chile 50 años"

Este lunes 11 de septiembre se conmemora un aniversario más del golpe de Estado con que las Fuerzas Armadas derrocaron al Presidente chileno Salvador Allende, médico de 65 años, ministro de Salubridad durante el gobierno del Frente Popular chileno entre 1939 y 1942 –cargo desde el cual recibió a los refugiados españoles de la Guerra Civil que desembarcaron del Winnipeg-, cofundador de Partido Socialista de Chile en 1933, del que fue senador y con el que postuló a la primera magistratura cuatro veces entre 1952 y 1970. Durante su trayectoria persiguió con ahínco la unidad de las izquierdas, sin exclusión del Partido Comunista. Bajo ese espíritu lideró la formación del Frente de Acción Popular (FRAP) en 1956 y la Unidad Popular (UP) en 1969, que también integró a seguidores de la Teología de la Liberación y ciertos partidos de centro.

Además del deceso presidencial fue abortado su proyecto político, conocido como “Vía Chilena al Socialismo”, nominativo que destacaba su carácter gradualista, sin el cataclismo que supuso octubre de 1917 o la insurrección de movimiento 26 de Julio que tomó al poder en enero de 1959. Era un tercer camino de transformaciones marxistas “con sabor a empanadas y vino tinto” como decía Allende. Pero la fecha se proyecta más allá del pluriverso progresista. Inauguró un largo invierno de 17 años en una de las más longevas tradiciones democráticas americanas; quizás comenzada a fraguar en 1888 cuando se estableció el voto masculino, pionero en América Latina y vanguardista en el mundo.

En su lugar, fue instaurada otra dictadura conforme al canon de la doctrina de la Seguridad Nacional -como en Argentina, Brasil y Uruguay- haciendo que en aquellos “años de plomo” la violación sistemática de los derechos humanos fuera una práctica común para las autoridades políticas. Los pretores también fueron acompañados por civiles de ideas corporativistas, aunque los más influyentes fueron los economistas inspirados en la Escuela de Chicago, autores de la privatización del sistema de pensiones, de la salud y la educación. Chile se transformó en el “conejillo de indias” de un experimento más tarde aplicado por Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Gran Bretaña.

La efeméride, aunque tiene una carga traumática para la historia de Chile –equiparable al recuerdo de la Guerra Civil en España o Vietnam para Estados Unidos- fue vivida con solemnidad hace 20 años atrás e incluso con autocrítica por parte de la derecha Piñerista hace 10. Hoy, sin embargo, la contingencia ha envenenado un debate a ratos ensordecedor, que se ha centrado en las causas del golpe y los errores de la Unidad Popular. Ambos aspectos necesarios de abordar, que sin embargo obnubilaron la reflexión acerca de las consecuencias humanas y la dilapidación de una convivencia nacional hecha jirones. También ha pasado cuasi desapercibido el general Pinochet, conspirador de última hora en un golpe planificado por la Marina y la Fuerza Aérea, y quien finalmente sobresalió por la crueldad de los crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes de su gobierno.

Así, mientras algunos enfatizan el fracaso endógeno de un proyecto fragmentado entre radicales y gradualistas, otros resaltan la derrota a mano de adversarios externos. No se puede ignorar que el 11 de septiembre chileno también es producto de la polarización doméstica, entre izquierdas y derechas con flancos ultras, dispuestas a superar las normativas en pos de sus causas, ya fuera la construcción de un sistema socialista ajeno al capitalismo, o una “cruzada” visceralmente anticomunista. Aunque la democracia chilena también fue víctima de la geopolítica internacional de Guerra Fría. La Casa Blanca de Nixon y Kissinger, arquitectos de la salida de Vietnam, no consintieron lo que entendían sería “otra Cuba” en su esfera de influencia, por lo que complotaron desde el minuto uno contra la UP.

Por lo anterior, la referencia a Allende resulta ineludible en estas fechas, cuyo episodio biográfico definitivo ha preñado exégesis que alimentan el enigma que encierra toda “tragedia griega”, partiendo por la crítica a sus dudas y contradicciones en su último diálogo de agosto de 1973 con la oposición. No hay que olvidar, desde un ejercicio contra-fáctico -de haber prosperado dicha negociación entre Allende y la Democracia Cristiana liderada por Aylwin-, quizás se habría podido evitar la aventura militar. Adicionalmente se diseminó la imagen de un combatiente cuasi solitario acribillado por la felonía del enemigo en el asalto a La Moneda. Para La Habana resultó particularmente incómoda el hecho del suicidio, ajeno a la tradición de muerte heroica de la narrativa guerrillera, por lo que echó a correr un ícono sustituto. Con el tiempo se confirmó la tesis de muerte por mano propia.

Dicha decisión es coherente con el discurso final de Allende ante las desfallecientes ondas de radio Magallanes –cuyas antenas fueron bombardeadas por la Fuerza Aérea, al igual que La Moneda-: “¡Yo no voy a renunciar!, colocado en un tránsito histórico pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Así, como si saliera de la pluma de Shakespeare, Allende estuvo dispuesto a cumplir con el designio trágico de un destino que en su caso no fue otro que ofrendar su vida en defensa, no sólo de sus convicciones de cambio social, sino que, ante todo, de un mandato constitucional.

Gilberto Cristian Aranda es el coeditor del libro coral «Resonancias de un golpe. Chile 50 años» (Catarata) junto con el profesor Misael Arturo López Zapico