50º Aniversario de la Coronación

Don Juan Carlos I: El Rey embajador y la vocación iberoamericana

Don Juan Carlos I ha sido, sin duda, el monarca que más amó, admiró y, sobre todo, el que mejor comprendió a Iberoamérica

El Rey Don Juan Carlos de Borbón pronuncia unas palabras a su llegada hoy a Panamá para asistsir a la X Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno.
El Rey Don Juan Carlos de Borbón pronuncia unas palabras a su llegada hoy a Panamá para asistsir a la X Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. JULIAN MARTINAgencia EFE

Su Majestad el Rey Embajador, Su Majestad el Rey de España y hermano mayor de Iberoamérica. Pocas definiciones le retratan con mayor exactitud.

Ante la magna figura de Don Juan Carlos I, uno de los reyes más determinantes de la historia contemporánea de España, en mi opinión el mejor y el más importante, resulta complejo articular en un solo artículo la profundidad e importancia de su labor en Iberoamérica. ¿Cómo dar prioridad a unos logros sobre otros? Semejante tarea titánica, la de hacerle justicia en todos los terrenos, excede las ambiciones de estas líneas.

Provengo de una cuarta generación de diplomáticos, y mi padre, como antes mi abuelo, fue un enamorado de Iberoamérica. Toda nuestra familia ha mantenido, generación tras generación, un contacto especial con la América Ibérica e Hispana.

Puedo decir con orgullo que me cabe el honor de ser un español de “ambos hemisferios”, como definía la Constitución de Cádiz. Soy, como muchos, no de uno ni del otro, sino de ambos, y en consecuencia ambas realidades están arraigados en mi corazón. Un abuelo mexicano afincado en Venezuela y una madre que se hizo y sintió hasta su muerte venezolana. Tengo un profundo amor por ese continente, un verdadero universo que se hizo de la fusión de dos mundos.

Mi padre —vocacional servidor de España y único embajador muerto en acto de servicio, que hizo casi toda su carrera diplomática en ese continente al que amaba profundamente— siempre me decía: “España fue grande porque América fue más grande, más rica y con un futuro más brillante que el de España”. Aquella reflexión resumía una visión lúcida del destino compartido de ambos pueblos y un profundo amor por el hemisferio y sus gentes.

Don Juan Carlos I: un corazón americano

Don Juan Carlos I ha sido, sin duda, el monarca que más amó, admiró y, sobre todo el que mejor comprendió a Iberoamérica. En cada uno de sus 80 viajes a las Américas se convertía, por su carisma natural y su proximidad humana, en uno más de ellos. No era el visitante distante; era el hermano que volvía al hogar común. Don Juan Carlos fue el primer rey de España en visitar el continente americano desde 1492. “Don Juan Carlos —afirmó el presidente mexicano José López Portillo— nos dio la impresión, a todos los latinoamericanos, de ser un rey que escucha, que entiende y que quiere sinceramente a este continente".

Esa cualidad no se imposta: o emana del alma o nunca resultará creíble. Don Juan Carlos no solo poseía esa afinidad innata, sino que la perfeccionó, convirtiéndola en un arte. Pero no un arte para ser observado fríamente por generaciones futuras, sino un arte vivido, natural, espontáneo y sentido, que brotaba de su extraordinario sentido político, de su afinado instinto de gran hombre de estado pero, sobre todo, de su genuino y profundo amor por América.

El cariño y la admiración que S. M. el Rey suscitó en Iberoamérica fueron únicos. Nunca España tuvo mayor influencia moral y diplomática allí que durante su reinado. El Premio Nobel Gabriel García Márquez, que lo conoció bien, capturó esta esencia cuando escribió: “En Don Juan Carlos hay un hombre que entendió que la corona no se lleva en la cabeza, sino en el corazón de su pueblo.”

Fue, como lo describió otro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, “el monarca que mejor entendió la historia compartida entre España y América, y el que más contribuyó a cerrarla con reconciliación y afecto”.

Los arquitectos del reencuentro

Junto al monarca, es de justicia recordar a los presidentes del Gobierno que, en diversos momentos, fueron también protagonistas de esa relación fraternal. Adolfo Suárez, primer presidente del Gobierno de la España democrática, representó junto a Don Juan Carlos el renacer moral del país. Se presentó ante América con humildad y el orgullo de una democracia española joven y bisoña en libertades, pero ansiosa de dialogar con democracias que, con sus defectos, lo eran desde hacía décadas, como la venezolana, hoy lamentablemente sometida a una terrible tiranía.

Quizá el más iberoamericano de todos los presidentes del Gobierno fue Felipe González, que comprendió como pocos la complejidad y riqueza del continente. En sus catorce años de mandato ejerció un liderazgo singularmente inspirador y cercano. El expresidente chileno Ricardo Lagos, refiriéndose a aquella etapa, destacó cómo SM el Rey Don Juan Carlos I y Felipe González “rehicieron la confianza perdida durante siglos”.

Debe destacarse igualmente al presidente José María Aznar, quien, con un sentido de la trascendencia y de la responsabilidad histórica poco común entre los políticos contemporáneos, entendió mejor que nadie el papel de la España moderna —democrática, próspera, europea y transatlántica— en el mundo iberoamericano. Como resumió el entonces presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso: “El Rey y los gobiernos españoles devolvieron a América Latina la certeza de que España era parte de su destino, no su pasado". Todos ellos, cada uno desde su ideología y su estilo, fueron el complemento perfecto de quien podemos llamar, sin hipérbole, el Rey de todos los Iberoamericanos. Los pueblos latinoamericanos lo adoptaron como símbolo de democracia, de respeto y de amor fraternal. “Don Juan Carlos hizo más por unir a España y América que cualquier otro dirigente en cinco siglos”, afirmaría con rotundidad el expresidente colombiano Álvaro Uribe. ¿Cabe mayor orgullo que ese?

Don Felipe VI: continuidad histórica, deber y brillante renovación

Corresponde concluir esta reflexión mencionando el extraordinario sentido de la Historia, del deber y de la trascendencia que caracterizan a S. M. el Rey Don Felipe VI.

Su reinado aún está en plenitud, y los reinados, dicen los sabios, sólo se juzgan al final. La mayoría de nosotros no llegaremos a ver ese cierre, pero ya podemos afirmar, con la certeza y convicción que nos dan sus primeros once años en el trono, que nuestro Rey será también el soberano de todos los españoles y el hermano mayor de todos los iberoamericanos.

Felipe VI ha encarnado la continuidad ética y la modernidad institucional de la Corona. Su presencia serena, su discreción diplomática y su rigor en la palabra lo han convertido en un referente moral. En palabras del exsecretario general iberoamericano Enrique Iglesias, “Felipe VI es un monarca luminoso que ha sabido renovar la presencia española en América con respeto, conocimiento y afecto sincero.”

El escritor Enrique Krauze lo definió con precisión: “Felipe VI ha sabido conjugar modernidad y herencia, respeto y cercanía. Representa una monarquía que escucha y que tiende la mano a Iberoamérica sin paternalismos.”

La Monarquía: ancla y puente

En lo que toca a las Américas —norte y sur, así como a las comunidades emigradas y exiliadas— los reyes de España no son, ni serán, reyes sólo de España. Son, por amor y vocación, sus hermanos, sus leales amigos y su apoyo incondicional.

Ese es el sello de nuestra monarquía constitucional: haber sido el ancla y el baluarte de la libertad, de la democracia y de los años más prósperos, seguros y estables que hemos conocido los españoles. Como afirmaba el maestro de historiadores Antonio Domínguez Ortiz, en tres mil quinientos años de historia pocas instituciones españolas han aportado tanto a la continuidad nacional como la monarquía, y jamás habíamos vivido un periodo tan largo de estabilidad.

Nuestra monarquía constitucional ha sido y sigue siendo el más comprometido, eficaz y devoto embajador de España en el mundo. Representa la imagen de lo mejor de nosotros mismos; sintetiza la esencia viva de nuestra tradición y nuestra vocación universal.

La monarquía constitucional es el puente más perfecto entre los dos continentes que comparten la misma alma y un origen común. El gran Carlos Fuentes lo describió con brillante agudeza literaria: “La Corona española ha sido y sigue siendo la diplomacia más fina, la que no necesita pasaporte. Don Juan Carlos fue la sonrisa de España en América y Don Felipe VI su palabra serena”.

Un corazón compartido entre dos hemisferios

Su Majestad el Rey Padre, Don Juan Carlos I, pertenece con letras mayúsculas a la Historia de España y al hermanamiento histórico, indeleble y eterno con nuestros hermanos del otro lado del Atlántico.

Su Majestad el Rey Don Felipe VI es hoy el garante que vela con renovada luz por ese vínculo inmortal, prologando con inteligencia y sensibilidad un legado que nunca se romperá.

Les escribo como hijo del amor y del vínculo transatlántico, consciente de que puede tener altibajos por culpa de las miserias humanas. Sin embargo, pueden estar seguros de que este lazo espiritual y cultural es el elemento central, el más importante, trascendente y hermoso de nuestra identidad como pueblo y como nación.

Nuestra esencia, nuestra alma, nuestro corazón y nuestro ser permanecerán siempre compartidos entre ambos hemisferios. Así nos lo enseñaron S. M. el Rey Don Juan Carlos I —el Rey padre de nuestra democracia— y S. M. el Rey Don Felipe VI —el soberano de la nueva concordia iberoamericana—, cuyo ejemplo de servicio, lealtad y amor por América seguirá marcando el curso de nuestra historia común.

Como escribió el gran Octavio Paz, “España y América son las dos orillas del mismo río de historia y de idioma”. Ese río lo han mantenido vivo nuestros Reyes.

Como español e iberoamericano solo puedo reiterar la profunda gratitud que compartimos millones a ambos lados del Atlántico a Su Majestad don Juan Carlos I por compromiso inquebrantable con las libertades, la democracia y por haber irradiado eso allí por donde pasó. Gracias de corazón Majestad.

Porque si algo nos une más allá de las fronteras y de las épocas es la conciencia de ser una misma familia, con la misma lengua, la misma fe en la libertad y la misma esperanza en el porvenir. Ahí reside el milagro permanente de la hispanidad: un corazón que late al compás de dos mundos, pero con una sola alma.