Guerra

El horror en Jersón: “Lo he perdido todo, pero sigo vivo, algo es algo”

La calle Hretska es un microcosmos de la destrucción y desesperación que está sucediendo en los miles de hogares devastados por las inundaciones del río Dniéper

Jersón (Ucrania) tras la ruptura de la presa.
Jersón (Ucrania) tras la ruptura de la presa.Amador GuallarLa Razón

Las calles inundadas de Jersón huelen a agua sucia, barro infecto, comida podrida y a todos los deshechos humanos del alcantarillado que ahora están en la superficie y dentro de las casas. En los árboles, todo tipo de prendas de vestir cuelgan de las ramas como fantasmas de un mundo perdido. Maletas, juguetes de todo tipo, calentadores de agua caliente, libros convertidos en pasta de papel, fotografías borrosas, electrodomésticos, armarios, cunas y un sinfín de objetos se mezclan por doquier con el lodo marrón, inmundo y apestoso en el que las botas se hunden hasta los tobillos.

Las aguas que inundaron Jersón tras la voladura de la presa de Nova Kajovka empiezan a remitir en algunas partes de la ciudad, donde los miles de afectados tienen por delante una tarea titánica y dolorosa: limpiar sus casas embadurnadas de lodo y hacer tripas corazón ante la desesperante visión de comprobar que gran parte de lo que poseían ya no existe, o está dañado e inservible para siempre. Cerca de la ribera, la calle Hretska es un microcosmos de lo que está sucediendo en los miles de hogares devastados.

Lo he perdido todo, pero sigo vivo, algo es algo”, explica Andriy esbozando una sonrisa rota, resignada, mientras limpia el patio trasero de su casa donde la fuerte corriente del agua dejó atrapados gran parte de los enseres que atesoraba en su hogar. Viste un mono de trabajo naranja, tiene el pelo blanco y los ojos oscuros, entristecidos, pero no vencidos. A sus más de 60 años ha perdido los objetos personales y recuerdos de toda una vida que la guerra en Ucrania ha hecho añicos, y que está tan cerca como las explosiones que se escuchan cada pocos minutos. Tanto de los cañones ucranianos disparando contra las posiciones rusas, como las de los cohetes del Kremlin que pueden caer sobre su cabeza. De hecho, a pocos metros, hay una casa desventrada por un misil.

“Ves la marca del agua”, dice, señalando con el dedo la pared que va a dar al comedor de su vivienda, la cual llega justo por debajo del tejado. “Hasta ahí subió el nivel de la inundación. Toda mi casa”, que se encuentra a menos de kilómetro del río Dniéper, “quedó sumergida. Ahora toca limpiar y recuperar lo que se pueda. La vida sigue, aunque esta guerra cada vez parece más lejos de terminar”, concluye, bajando la cabeza, a la vez que lanza con asco una bola de ropa que el barro ha convertido en una masa infecta, dentro de una bolsa de basura llena hasta los topes sobre una carretilla que apenas puede empujar.

A unos cincuenta de metros, Jennya, de 36 años, está despejando el barro de la puerta de su casa con una pala, sin prisa pero sin pausa. Nos invita a entrar a su morada donde, nada más cruzar el umbral de la puerta reventada por el agua, el interior y todo lo que allí había parece como si lo hubiesen metido en una centrifugadora gigante. “Ahora vivimos unas calles más arriba con unos amigos, pero en cuanto sea posible queremos volver aquí”. No importa que, en ese lugar al que hace pocos días llamaban hogar, hace una semana casi se convierte en una trampa mortal y su tumba.

Cuando todo sucedió estábamos durmiendo. Fue muy rápido. En unos minutos el agua llegó a los dos metros. Afortunadamente, nuestros hijos están con su abuela”, explica su mujer, Inna, una joven de 27 primaveras, con la voz sombría y exhausta. Lo hace a oscuras dentro de lo que fue el comedor de su casa. Con la luz de su teléfono móvil ilumina los retratos de sus pequeños, Anastasia, de 12 años, y Alexander, de 11, bajo los cuales cuelgan docenas de medallas sucias de barro. “Las ganaron en los concursos de baile de salón. Esa es su pasión”, explica. Las fotografías muestran a unos niños risueños, alegres y con una mirada inocente a la que, seguramente, la guerra ha puesto fin.

¿Cuándo creen que podrán volver? “No lo sé, no lo sé”, repite Inna negando con la cabeza. Cada vez que mira alrededor parece como si reviviera al instante todo el dolor causado por el violento arrebatamiento de su hogar. Sin embargo, su mandíbula en tensión hace evidente que todo su ser lucha contra la tristeza que la sobrecoge, aunque no hace ademán de perder un ápice de su orgullo zarandeado, pero que las aguas no han conseguido ahogar.

Más adelante, un hombre vestido de uniforme está acuclillado frente al portal embarrado de su vivienda. Se llama Yura y es un veterano de guerra de 51 años. “Combatí en el frente del Donbás en 2014 y 2015”, explica. Los años en los que la guerra de Ucrania apenas llegaba a los medios internacionales. “Sufrí una grave conmoción cerebral durante un bombardeo que me ha dejado inválido. Sólo tengo una pensión de 400 grivnas (unos 10 euros) al mes”, se queja. “Y ahora esto”, dice, mientras muestra el caos de muebles rotos, ropa sucia y objetos irreconocibles en el que se ha convertido su casa.

Ahora duerme en la buhardilla, “el único sitio seco”, a la que se accede a través de una esclera empinada y una cuerda. En el interior ha colocado lo poco que se ha salvado junto a un saco de dormir, la comida que le han entregado los voluntarios y un viejo hornillo. En el suelo también ha extendido los pocos papeles que rescató: “el título de propiedad de la casa, algunas fotografías y el certificado de sus dos medallas, las cuales todavía cuelgan del uniforme de gala, ahora un trapo viejo, gastado y embadurnado de barro.

“Estos eran mis compañeros de pelotón”, explica mostrando una instantánea doblada por la humedad. “Casi todo están muertos”, añade, sin poder esconder la mirada perdida del soldado que ha visto lo que hay más allá del horror, de la sin razón, de la muerte que sucede en un chasquido de dedos, ya sea por la metralla, las balas enemigas o la locura de la carne abierta, los cuerpos despedazados y los heridos chillando. “Quería dedicarme a construir bicicletas eléctricas, que es mi pasión, pero todo lo que poseía es ahora basura. Maldito Putin, malditos rusos”, sentencia.