Etiopía
“Ningún cadáver dura más de una noche en el vertedero"
En el vertedero etíope de Ayer Tena, 2.100 personas rebuscan todos los meses en la basura en busca de una oportunidad digna
Hay quienes escarban felices en la basura. Hay quienes viven rodeados de ratas y hienas y cabras putrefactas que devoran las hienas durante la madrugada, existen personas que duermen rodeadas de riachuelos manchados de químicos y que sonríen. Son sonrisas poco comunes e inexplicables en apariencia. Por ello, este artículo pretende indagar en las razones de esa felicidad aparentemente contradictoria, visitando a los recogedores de basura del vertedero de Ayer Tena (Addis Abeba, Etiopía) que también viven en el vertedero y que, en ocasiones, no siempre, pelean con las hienas valiéndose de antorchas y de gritos que se traga la noche.
El paisaje lo dibujan montañas de basura. Un fuerte olor a todo y nada las acompaña. Las porterías de los niños que juegan al fútbol están hechas con montoncitos de sacos deshilachados y trozos de plástico. Las madres deambulan por los senderillos abiertos en el basurero de camino al mercado de chatarra, donde venderán lo recogido la noche anterior por ellas o sus maridos. Sus caras no denotan la tristeza como cabría a esperar, sino un brillo resolutivo y acostumbrado a un estilo de vida que, en opinión de un anciano que fuma un cigarrillo en la puerta de su hogar, “es tan normal como el trabajo de un oficinista o de un vendedor de chucherías”.
Nos encontramos en tierra de nadie con Mahelet, un hombre de cuarenta y cinco años que vive en Ayer Tena (también conocido como koshe, que significa “vertedero” en amárico) y que recoge basura junto a su mujer para pagar la educación de sus hijos. Cerca del punto de encuentro se deshace el cadáver de una cabra que Mahelet señala con desdén. “Debieron de tirarla aquí esta mañana”. Lo sabe porque “ningún cadáver dura más de una noche en el vertedero”. Las hienas y los perros no tardan en comérselos y existe entre los recogedores de basura y los animales un contrato no escrito: las bestias no atacan a los hombres mientras ellos permitan que se coman los cadáveres, sin importar cuál sea su origen. Las pocas veces que una hiena ha tenido el hambre suficiente como para atacar a los recogedores, estos se defienden con las mismas antorchas que utilizan para buscar basura durante la noche (los camiones con los nuevos deshechos llegan a última hora de la tarde) y gritan, gritan mucho, gritan hasta espantarlas con ese miedo valeroso que tienen los hombres fuertes.
Mahelet lo comunica con una nota de orgullo. Existe un orgullo que nace de la valentía probada y que podría derivar en una rama de la felicidad. También hay orgullo cuando explica con detalle el proceso de recolección que siguen. En Ayer Tena recogen basura 2.100 personas, cada una con sus propias familias que alimentar. Son una gran comunidad. Estas 2.100 personas se dividen en tres grupos de 700 individuos (hombres y mujeres) cada una, y cada uno de los grupos tiene permiso para rebuscar durante diez días al mes. Mahelet confirma que “hemos creado un sistema de leyes propio para evitar que el gobierno tenga que interceder” y que el castigo a quien incumpla las leyes es el exilio. Al malhechor se le expulsa del vertedero para siempre. Y ser expulsado supone una grave humillación para el perjudicado, ya que las familias que viven aquí lo hacen desde hace décadas y tras generaciones de corrido, mientras que ser vetado del vertedero no significa únicamente que te despidan del trabajo, sino que eres expulsado de una comunidad, una familia, un estilo de vida. El sentimiento de comunidad que se ha generado en el vertedero de Ayer Tena, donde las montañas de basura se han derrumbado más de una vez, matando a quienes no se apartaron a tiempo, podría ser otro motivo de felicidad basada en los valores comunes de sus implicados.
Haciendo números
“Nuestra vida depende de la basura”, expone Mahelet de vuelta en su casa, que no deja de ser una chabola con el tejado de chapa y una cama que usan por turnos él, sus tres hijos y su mujer. “Aunque podría buscar otro trabajo mejor, mi mente ya está acostumbrada a esto”. Y uno no puede dejar de preguntarse si la costumbre puede facilitar el acceso a algún tipo de felicidad.
Cada persona puede ganar al día unos 300 bir (5,20 €). Que hacen 3.000 bir al mes (53 €), que hacen un total de 36.000 bir anuales (634 €). Si dos o tres miembros de la familia se dedican a la recolección de basura, los números se multiplican, y en un país donde la renta per cápita son 920 dólares anuales, una familia que en su conjunto acumula 1.900 euros puede decirse casi, casi afortunada. Mahelet paga 1.400 bir al mes en el alquiler de su chocita, luz incluida (el agua la recogen sus hijos de una fuente próxima), lo que le deja otros 1.600 bir para gastar en comida y el colegio de los niños. No es mucho, se diría que es poco, pero para Mahelet es suficiente. De su voz no escapa un timbre lastimero sino satisfecho consigo mismo, orgulloso por su constancia a la hora de poner un plato de injera sobre la mesa, y en un momento de la conversación señala un retrato de la Virgen María que yace apoyado en el único mueble de la estancia, agradeciéndole a ella las oportunidades que le ha brindado la vida.
Tanta suerte tiene, que él y los suyos han tenido que rechazar en los últimos meses a muchos que vinieron pidiendo un hueco en uno de los tres grupos de recogedores, ya que “el número máximo de cada grupo son 700 personas y ahora mismo no cabe nadie más”. Tanta suerte tiene, que ha conseguido un hueco para escarbar en la basura.
A lo largo de la conversación uno no puede sino admirar a Mahelet , que se hincha con satisfacción al comentar el respeto que recibe por parte de otros miembros de su comunidad. Él es un líder entre ellos, su portavoz analfabeto que establece un sano equilibrio entre quienes rebuscan y la empresa de gestión de residuos que opera en el mismo vertedero. Hasta ahora no han tenido problemas, tampoco por parte del gobierno, que respeta su trabajo como lo haría con cualquier otro. Y no cabe sino una generosa pizca de felicidad dentro del respeto que Mahelet recibe por parte de sus coetáneos, la empresa de residuos y el gobierno etíope.
Respondiendo a la pregunta de cómo ser feliz viviendo en y viviendo del vertedero de Ayer Tena, Mahelet concede una respuesta: la felicidad está en el sentimiento de comunidad que se ha generado tras años de convivencia, en la valentía transformada en orgullo cuando se enfrentan a las fieras, en el respeto, en la costumbre que facilita su rutina, en la satisfacción de ver a sus hijos caminar a la escuela (con el estómago lleno) todas las mañanas. En el agradecimiento hacia esa imagen de la Virgen que nos mira desde su esquina de la habitación. Incluso tienen en cuenta los riesgos laborales: Mahelet y los suyos utilizan tres capas de guantes para hacer su trabajo y evitarse los cortes ocasionales que provoca recoger pedazos de metal, metal, metal partido y retorcido, el bien más codiciado y mejor pagado del vertedero de Ayer Tena. Un oasis de felicidad en la basura.
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