Historia
Judía, húngara, madrileña y superviviente al holocausto
Eva Leitman-Bohrer nació en 1944 en un Budapest bombardeado y, gracias al diplomático Ángel Sanz Briz, ella y su familia huyeron de los campos de concentración y se asentaron España
Esta es una historia como una sopera. Un objeto frágil de 1939, hecho con la mejor porcelana de Hungría, que viajó de allí a Tánger y a Madrid. Un utensilio fácil de romper, pero que simboliza el cuidado, la lucha, la persistencia pese a la huida. Una pieza como su actual dueña, Eva Leitman-Bohrer; una judía de 77 años superviviente al holocausto, que encontró su salvación en España.
Su salón, que un día fue la casa de sus padres, es un espacio con muebles sobrios y de madera, entre los que antes había un armario donde escondían todos los papeles. Ella, la heredera, los esparce sin titubear por la mesa, los tiene clasificados y ordenados. «Nunca hablaron del tema aunque yo preguntara. Para protegernos, no querían cargarnos con esa mochila de amargura y de sufrimiento», recuerda.
En las cajas fuertes no estaban las joyas, sino esos recuerdos, sus tesoros: la tarjeta de liberación de su madre, Katalin Róth, del campo de concentración de Ebensee, que pertenecía a Mauthausen; su pasaporte español donde indicaba que «no es protegida por el gobierno»; o el certificado de defunción de su padre biológico, Artúr Leitman, donde aparece la expresión «muerte heroica por la patria».
Ella, en cambio, es capaz de verbalizarlo sin perder un ápice de coherencia y manteniendo su dulzura. «Nací el 29 de junio de 1944 en Budapest, cuando nos estaban bombardeando. Las tropas alemanas nazis habían invadido Hungría en marzo y nos perseguía el Partido de la Cruz Flechada, que asesinaban a tiros a los judíos y los tiraba al Danubio», recuerda.
Parte de su suerte la construyó años antes su abuela, Rószi Róth. «Hoy diríamos que fue una mujer emprendedora», puntualiza Eva. En 1939 aquella señora decidió marcharse de Hungría para escapar de esas primeras leyes que atacaban a sus derechos. Se marchó a Tánger porque era una ciudad internacional y de más fácil acceso.
«El problema era que mi madre no se podía ir porque a mi padre biológico, al que nunca conocí, se lo habían llevado a hacer el servicio voluntario, que no era tan voluntario, sino un tipo de servicio militar durísimo». Él volvió tan solo unos meses y esa fue la última vez que estuvo con su mujer, pues murió en las marchas de la muerte en el 47, el mismo año que Eva fue a Tánger.
Una nueva vida y un ángel
Rószi Róth allanó el camino para todos. Consiguió irse a Madrid y abrir un restaurante húngaro por la zona del metro de Sevilla, aproximadamente en 1943. «Le escribía cartas a mi madre que fueron milagrosas, porque nos salvaron la vida. Gracias a ellas pudimos entrar en España, a una casa de protección», describe.
El otro factor imprescindible fue quien ella nombra como «su ángel», valga la redundancia: «El diplomático Ángel Sanz Briz, con una enorme valentía y arriesgando su carrera y hasta probablemente su vida, alquiló 7 edificios, donde colocó la bandera española y metió a gente que buscaba refugios». Se corrió la voz en Budapest y llegó a la familia de Eva, a la que inundó de esperanza.
Esta historia la recoge en «Los papeles secretos de Pape», un libro que publicó el año pasado, escrito por la periodista panameña Alexandra Ciniglio. «Es muy perspicaz», apuntala Eva. En el texto recaba algunos episodios difíciles de descifrar, como lo que ocurrió con Katalin en Mauthausen. «Debió de estar poco tiempo, pero lamentablemente no tenemos información de ello».
El título hace alusión a Pape, como llamaba al hombre con el que su madre se volvió a casar, Jozsi Bohrer. Él fue quien que la crio, pues el biológico murió cuando ella apenas tenía ocho meses. Y decidió conservar algo simbólico e imperecedero de cada uno: lleva los apellidos de ambos.
Pape también sufrió la guerra. Pasó por tres campos de concentración en Hungría, pero pudo mantenerse a salvo por su profesión: «No eran campos de exterminio, eran de trabajo y como él era contable le pusieron a ejercer sus conocimientos en la cocina, donde podía comer y tenía calor del fuego». Él y Katalin se conocían de toda la vida y se encontraron, por casualidad, en París, cuando escapaban. Después, él decidió ir a Tánger y formaron una familia. Se quedaron allí unos años, y en 1954 le ofrecieron un trabajo como contable en Madrid. «Llegamos a esta ciudad como apátridas en una España que aún sufría tras la Guerra Civil».
Se instauró en ellos una sensación de desamparo más imperceptible. «Cuando viajábamos era terrible porque nos señalaban». A aquello se le unía otro aspecto familiar que era una rareza por entonces: Pape estaba divorciado y había venido con un hijo que solo se llevaba con Eva seis meses. Eran hermanos y crecieron juntos, pero no compartían ninguno de los progenitores.
Quien salva una vida, salva al mundo
Eva luchó, aprendió y estudió en la Escuela de Intérpretes de Ginebra. También se enamoró: se casó un señor francés hace 54 años, en París. «Tenemos tres hijos y cinco nietos maravillosos», se enorgullece. En la sala hay fotografías de familiares sonrientes, todas enmarcadas y expuestas. «Trabajé en la Oficina de Turismo de Francia y en Air France, en la parte de turismo. Y cuando me jubilé, empecé a buscar mis raíces».
Encontró un emotivo mensaje de su madre, una entrevista que recogió la Fundación Shoah, del director Steven Spielberg. «Son más 50.000 testimonios para la eternidad». Entre ellos, Katalin, quien evitaba sus recuerdos ante sus hijos, exponía su vida. «Está en el Museo del Holocausto de Washington». Unas frases impactantes con un idioma mestizo; una mezcla de húngaro, español, francés. «Cuando le dieron la nacionalidad siempre decía; “¡Por fin yo estar española!”», ríe Eva.
Tras más de siete décadas de vida, a Eva no le baila ni una cifra. Lo dice como si lo leyera y a sus memorias le añade contenido histórico. Frases que hielan, como: «Un alcalde en una visita a Auschwitz-Birkenau dijo que era el mayor cementerio húngaro que existía, ¿no impresiona?».
Una mente prodigiosa que ha entrenado con valores como un profundo agradecimiento: «Hubo 7 u 8 españoles que nos salvaron. En nuestra biblia se dice que, quien salva una vida salva al mundo entero». Lo devuelve con su testimonio latente. Este viernes asistió a la Asamblea de Madrid, pero normalmente acude a colegios para hablar ante adolescentes.
Hace unos 4 años respondió a ese dolor junto a su familia. «Estuve en Budapest, en unas Macabeadas, que es como unos Juegos Olímpicos. El equipo español estaba abanderado por Juan Carlos Sanz Briz, hijo de Ángel Sanz Briz, y estaba yo, mi hijo Rafael, y mi nieta Rebeca. Eso es como una revancha. Nos salvaron y tenemos esa descendencia», reflexiona. «Seguimos vivos sin odio, recordando. Con un perdón, no hacia las esa generación que asesinó, sino a las jóvenes, que no son culpables de lo que han hecho sus padres».
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