Historia

«Catilina tomó la determinación de aplastar el Estado», Salustio dixit (II)

Descubierto el complot, el político romano huyó para reunirse con sus tropas y enfrentarse a las de la decadente República. El escritor lo pinta dubitativo y con desprecio, pero con valor heroico

«La venganza de Fulvia», obra sobre el asesinato de Cicerón que puede verse en el Museo del Prado
«La venganza de Fulvia», obra sobre el asesinato de Cicerón que puede verse en el Museo del PradoLRM

En el artículo anterior me he entretenido en seguir las pistas manuscritas de copias de la Conjuración de Catilina de Salustio. Ahora sigo con las ediciones, que empezaron con la «editio prínceps» de 1470.

Aunque sean datos eruditos y meramente anecdóticos, hay ediciones españolas de Salustio en 1509, obras completas en 1615 por el gran Manuel Sueiro dedicada al duque del Infantado, aunque impresa en Amberes (con segunda edición en 1632 y varias a lo largo del siglo XVIII); y finalmente, otra en 1772 (por Ibarra, impresor real), etc.

Paulatinamente se fueron añadiendo los pseudo Salustios, o diatribas entre Salustio y Cicerón que se pusieron a caldo.

¿Qué tendrá Salustio? ¿Les gustaría a los «antiguos», ¡ay pobres desdichados que no entendían el mundo!! Dicen los que saben de ello, que, desde el siglo XV, en el norte de Italia hubo un potente florecimiento de Salustio porque, sumida la Península Itálica en sus discordias aprovechadas por otros (desde franceses a aragoneses, cuando no sumidos en sus luchas intestinas), la voz del romano exhortaba en sus escritos a exaltar el buen gobierno y las libertades cívicas (las republicanas romanas, frente a las dictatoriales o imperiales). Ellos, aquellos atolondrados pasados de moda, acaso se fijaran con fruición en que «Catilina tomó la determinación de aplastar el Estado» (Gredos, p. 47); o cuando se dirige a sus seguidores en la traición al Estado, «lo que es bueno o malo para mí, lo es igualmente para vosotros» (p. 52); o les llamaría la atención el uso perverso de grandes valores, como cuando Catilina arengaba con que «ahí está la libertad que tantas veces habéis deseado» (en la sedición, p. 53); ¿cuántos de entonces, de los siglos pasados hasta el siglo XIX e incluso más acá, no vieron a alguien conocido en «aquellos hombres que abundaban en toda clase de males y que en cambio no tenían cosa ni esperanza buena alguna, aun cuando a ellos atacar lo establecido antojábaseles un gran premio…» (p. 53)?, y como había quienes no pasaran por el aro porque querían mantener la ley republicana, como Cicerón, se planeó su asesinato; o cómo la traición de Catilina fue más allá al pactar una alianza con los bárbaros, con los alóbroges quienes al final le traicionaron a él (pp. 70 y ss.); y aunque Salustio llegara a firmar que «me pareció a mí el imperio del pueblo romano extraordinariamente miserable…» (p. 66) sabe arrojar luz sobre el ambiente de inestabilidad política: «Cada cual peleaba por su propio poder fingiendo el bien público» (p. 68).

Descubierto el complot, Catilina huyó (no había aún maleteros de coches) para reunirse con sus tropas y enfrentarse a las de la República en decadencia, porque hasta ahí fue capaz de traicionar a la patria, pero murió en la batalla. Salustio, en verdad, lo pinta dubitativamente, con desprecio al tratar de la sedición; con heroico valor al entregar su vida en el campo de batalla, «peleando es acribillado allí» (pp. 94 y ss.).

El final de la obra es abrupto, sin moralina ni exordio. Igual hace en la Guerra de Yugurta.

Mas antes de que se me olvide, antes hablé de Cicerón. Cicerón en occidente, el de la verruga («cicero» en latín quiere decir «garbanzo») es un inabarcable referente cultural de todos los tiempos y de todas las reflexiones éticas o morales. Aunque creo que fue algo melífluo, de los de la tercera vía. Hubo días –allá en el Renacimiento– en que no gustaba del todo porque no había conocido al Dios verdadero, pero se le cristianizaba y ya está.

Pues a diferencia de Salustio, sí que quiero dar un pase de pecho, en castizo: «A buen entendedor pocas palabras bastan».

Seré algo más clasicista, volviendo a mis autores de hoy. Salustio recoge también discursos contra Catilina, acá el de César, allá el de Catón. Alguna frase suelta del de Catón en el Senado, sobrecoge aún hoy en día: «Lo que está en juego es nuestra libertad y nuestra vida» (p. 85).

Pero, por otra parte, resuenan como atronadoras, y me las aprendí de memoria en el Bachillerato que lo cursé por cierto en un Instituto, quiero decir que soy producto de la enseñanza pública y de la defensa de los valores cívicos, digo que entonces traduje y aprendí de memoria aquel soberbio discurso de Cicerón, la primera «Catilinaria», pronunciada en el Senado de Roma:

«¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia? ¿Por cuánto tiempo aún hemos de seguir siendo juguete de tu insensatez? ¿A qué extremo irá a llegar tu temeridad sin límites? (…) ¿No te percatas de lo escandalosas que resultan todas tus maquinaciones? ¿No comprendes que la mera circunstancia de ser ya bien notoria a todos los presentes, maniata por sí sola a tu conjura? ¿O quién te imaginas que ignora entre nosotros los pasos que anoche y antenoche diste, la cita a que acudiste, las personas que a la misma convocaste y la resolución que en ella has adoptado?...»

No sé si lo de dedicarse a las Humanidades sirve a mi sociedad o no. A mí, como todo saber inútil pero consistente (que diría Ordine), me ayudan a vivir y sobre todo a educar: me han dado asideros y valores y con ello, a veces, aunque tarde, me han enseñado a ver por dónde andan los traidores.