La Historia final

De cómo sobrevivió en 1615 Ana Ruiz, viuda (I)

El derecho de Castilla no desamparaba a la viuda ya que su dote era suya cuando quedara viuda y no pasaba a sus hijos

La plaza delantera del alcázar de Madrid, a finales del siglo XVI, con sus saltimbanquis, mendigos y la guardia real. Jean Lhermite, Pasatiempos
La plaza delantera del alcázar de Madrid, a finales del siglo XVI, con sus saltimbanquis, mendigos y la guardia real. Jean Lhermite, PasatiemposLa Razón

Hace unos días escribí sobre Bernabela de Peñafiel, que se quedó viuda de un mercader de paños y compareció ante escribano público para que se diera fe de cuáles eran sus bienes a la hora de la muerte del esposo, no fuera a ser que andando el tiempo, cuando creciera alguno de sus cinco hijos fuera a tener problemas de reparto de los bienes.

El derecho de Castilla no desamparaba a la viuda: su dote era suya cuando quedara viuda y no pasaba a sus hijos. Además, lo ganado durante el matrimonio, si así se hubiera estipulado, a la muerte de uno de los cónyuges, pasaría al otro -más los hijos-, según el reparto ordinario de los bienes, el tercio de mejora y el quinto de libre disposición.

El caso es que no sé cómo siguió la vida de la viuda del mercader, Bernabela. Pero comoquiera que en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid hay abundancia de constituciones de compañías, hoy traigo a colación otra historia.

Es la de Hernando Blanco, mercader de lencería (de lienzos finos, no de ropa interior de secretos de mujer) con Luisa Núñez su mujer, de una parte, y de otra Ana Ruiz, viuda de Pedro Maza, también mercader de lencería.

El matrimonio y la viuda acudieron ante el escribano público de Madrid Antonio de la Calle, el 17 de octubre de 1615. Un matrimonio (no sólo él) por un lado y una viuda, por otro (sin acompañamiento de varón que la tutelase). Empiezan las rarezas: a ver (detesto a los analfabetos funcionales que no saben distinguir un “a ver” de un “haber”), a ver -digo- si a principios del siglo XVII según el derecho castellano la viuda podía disponer de sus bienes libremente, esto es, que los tenía porque no habían pasado a los hijos, sino que eran de su propiedad. A ver, pues, si el ser viuda implicaba un grado de más libertad que el de hija menor de edad, o el de casada (que desde luego era así, por muchas cosillas).

Así es que aquel día acudieron al escribano. Todos eran vecinos de Madrid. Lo primero que hicieron fue que Luisa Núñez pidió a su esposo que le concediera permiso para con él “otorgar y zinar (por “signar”, cosas del ceceo del escribano) esta escritura y lo en ella contenido”. El marido dio el permiso y, renunciando ambos a dos a cualquier obstáculo jurídico que pudiera haber para firmar el documento, acordaron: comprar a la viuda un tropel de mercancías, concretamente 380 entradas de todo tipo de telas, de toda calidad y colores, que se fueron inventariando y tasando (en el documento todo está a dos columnas: en una, “Doce pares de calzones marineros de lienzo de Daroca a seis reales y un cuartillo cada uno. Montan setenta y cinco reales” y al margen, “075 rs.”). La tasación la hicieron otros dos mercaderes de lencería, cada uno nombrado por cada una de las partes. Ni que decir tiene que a los tasadores se les exigía hacer su cometido según la verdad de sus saberes y del oficio, o sea, que no engañaran.

Lo que la viuda vendió fue mercancía por valor de 85.661 reales. El real era moneda de plata que pesaba algo menos de 3,5 gramos. O sea, unos 300 kilos de plata, es decir la nada despreciable cantidad de casi 300 mil euros. Y eso que no me creo estas conversiones, pero son indicativas.

Sin embargo, como corresponde a todo mercader, tras semejante cantidad de productos, había también sus deudas. El matrimonio era conocedor que había 21 acreedores, a los que la viuda debía 71.263 reales. Ellos se harían cargo de pagar esa cantidad a cada uno de ellos, según la relación que se adjuntaba al contrato.

Además, alquilaban por tiempo de seis años la vivienda completa en la que vivía la viuda, sita en la calle de las Postas, lindera de la casa de Francisco de Ávila, también mercader de lencería. El precio del alquiler era de 250 ducados anuales. El ducado era moneda de oro de 23 quilates y un peso de poco más de 3,5 gramos. O sea, que al peso el ducado equivaldría a unos 210 euros (a unos 60 euros/gramo). El alquiler de la casa sería al año de unos 52.500 euros. El precio de una casa entera era ese.

Para pagar lo que debían a la viuda (30.898 reales) acordaron que le abonarían 400 reales “cada sábado de cada semana” en casa de la viuda, es decir durante los seis años del arrendamiento. La casa de la viuda sería a partir de ahora, un cuarto con derecho de agua del pozo de la finca y cueva, por el que abonaría 300 reales por año; lo podría abandonar en cualquier momento, pero no subarrendar a nadie más, sino que en ese caso, pasaría de nuevo al matrimonio. La fórmula usada para definir el espacio para la viuda era: “se declara que el cuarto primero de la dicha casa contenida en este arrendamiento con servicio de cueva y pozo, queda reservado para la dicha Ana Ruiz…” .

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de Investigación del CSIC