La historia final

Constitución, concepción y otros copatronatos de España (II)

Quien defendió la definición del dogma fue Felipe IV, del que consta su devoción por la Inmaculada en varias misivas

La Inmaculada Concepción, pintada por Velázquez hacia 1618 y conservada en la National Gallery
La Inmaculada Concepción, pintada por Velázquez hacia 1618 y conservada en la National GalleryLRM

La lucha política y social establecida alrededor del patronato de España por Santiago, santa Teresa, o ambos unidos, y que inundó una parte del siglo XVII, volvería a activarse a principios del siglo XIX (Decreto CLXXVI de 28 de junio de 1812) Y más claramente lo expone la web de Radio Televisión Española: «En el siglo XX la ultraderecha escogió el lema [‘‘Santiago y cierra España’’], el santo y la Virgen del Pilar, como símbolos inquebrantables de unión y poder» (véase, rtve.es: «¿Quién era Santiago?», 25/07/2023 | 11:38 horas). Ya está todo dicho, aunque no hablen de Franco y el brazo de la Santa.

A todo esto, ¿qué hay de la Inmaculada? Pues que en 1616 Felipe III había intervenido ya junto –sobre todo– al arzobispo de Sevilla para la «definición del misterio».

El ambiente, como se ve, tenía menos de aburrido, todo lo demás. Frente al Santiago de Galicia, la Teresa de Castilla, ahora la Inmaculada de Sevilla. ¡Qué casualidad que la de Velázquez aparezca en la Corte en 1622, él que ya tenía una Inmaculada desde 1618 en el convento del Carmen Calzado de Sevilla!

Pero en verdad, quien defendió la definición del dogma fue Felipe IV. A lo largo de su vida consta su devoción por la Inmaculada Concepción en varias misivas a sor María de Ágreda, la monja con la que se carteó durante décadas creando un epistolario riquísimo en opiniones y sentimientos, mucho más allá que escritos entre un rey pasmao y una monja beaturrona.

A los pocos días de la elección de Inocencio X como nuevo Papa (9 de agosto de 1644). Felipe IV relató a sor María que le había escrito pidiéndole la definición del dogma (reactivando aquella campaña diplomática de su padre en 1616). Poco éxito tuvo el rey, que, en su empeño personal, echó toda la carne en el asador y en 1658 nombró embajador en Roma para la defensa «del negocio de la Inmaculada Concepción». No fructificó el proyecto.

A partir de 1661 da la impresión de que Felipe IV se abandona. Efectivamente, si las cartas con sor María fueran un reflejo de su potencia psicológica, el que sólo le escribiera 10 en un año, es muy ilustrativo. ¡Pero en 1662 ya sólo son 7 cartas, sin brío e insulsas! Es cierto que hay algún párrafo de nuevo, dedicado a la Inmaculada y su veneración por el rey, que es por así decirlo, «su» gran tema.

Poco le quedaba para morir: el 14 de septiembre de 1665 Felipe IV otorgó testamento y murió el día 17. Es un testamento larguísimo y complejísimo, con 81 cláusulas y 25 páginas.

El preámbulo es de lo más interesante, porque además de contener la advocación religiosa tradicional, va revestida del tormento ordinario de Felipe IV. Su vida fue un tormento. Por ello, su inquieto pietismo en puertas de la muerte: «Siempre la he tenido [a la Virgen María] por Señora y Abogada, con especial devoción cuanta he podido con mi poquedad y flaqueza y espero en su misericordia y clemencia la usará conmigo en todo tiempo, y mayor en aquel aprieto de la muerte particularmente por la devoción y afecto que siempre he tenido al soberano y extraordinario beneficio que recibió de la poderosa mano de Dios, preservándola de toda culpa en su Inmaculada Concepción por cuya piedad he hecho con la Sede Apostólica todas las diligencias que he podido para que así lo declare y en mis reinos he deseado y procurado la devoción de este misterio y mandado que en mis estandartes reales vaya siempre por empresa. Y si en mis días no pudiere conseguir de la Sede Apostólica esta decisión ruego muy afectuosamente a los reyes que me sucedieren continúen las instancias que en mi nombre se hubieren hecho con grande aprieto, hasta que lo alcancen de la Sede Apostólica». ¡Apretad, apretad, les dice a sus sucesores! En fin, en sus días no pudo lograr nada porque murió poco después, como he dicho antes. La «Imperial Ciudad de Madrid» celebró en el convento de Santo Domingo las exequias el 23 de diciembre de 1665.

Malos tiempos vinieron luego y el asunto quedó adormecido hasta que finalmente fue proclamada patrona de España el 25 de diciembre de 1760, por la bula de Clemente XIII Quantum ornamenti, en tiempos de Carlos III. Por fin el dogma fue proclamado en 1854 por el Papa Pío IX (bula Ineffabilis Deus; «la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción»; ella, no su Hijo). Poco después, el 8 de diciembre de 1857 él inauguró el monumento que aún preside la Plaza de España de Roma, dedicado a la Inmaculada, y reconoció aquel día los esfuerzos hechos desde España para que tal proclamación llegara.

Según el canon pictórico barroco (definido, por ejemplo, por Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, en 1647) a la Purísima Concepción se le debería representar en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, con túnica blanca y manto azul, coronada con doce estrellas y debajo de los pies, la luna con las puntas hacia abajo…

Daría gusto celebrar y festejar con tanta armonía a la Constitución española. Sueño imposible. Somos un país de tradiciones. Creo que fue Goya el que hizo uno de los mejores retratos de la historia de la pintura, el del Jovellanos cansado del hartazgo político que le tocó vivir. También es muy castiza su pelea a garrotazos