
Historia
Cronistas y corografías en el barroco
Escribir historia local en el siglo del Barroco es tarea compleja y en ningún caso sin sentido. Todo tiene su fundamento

Voy terminando ya mis reflexiones sobre las crónicas de Madrid en los siglos XVI y XVII, cuando había crónica, pero no «cronistas», aunque sí historiadores. El libro de la Antigüedad, nobleza y grandeza de Madrid de Jerónimo de Quintana es tanto una refutación del de Gil González Dávila, cuanto -otra vez más- la respuesta a aquel interrogatorio de 1575-1580 que mandó hacer Felipe II para la Descripción de los pueblos de España.
Concluíamos los días pasados haciendo una exégesis de esta obra de 1629, pero nos faltaba la parte final, el tercer libro. Este va dedicado a la Grandeza de Madrid, lo cual es tanto como la descripción de los hechos señalados de Madrid con respecto a la Corona. A lo largo de los capítulos previos ha mostrado cómo concibe la historia de Madrid: La primera fase llegaría hasta época romana (I, 15); la segunda hasta el tiempo de Alfonso VII (I, 68) y la tercera hasta tiempos de Carlos V y Felipe II (III, 25). Ahora es la exaltación de su localidad, pero en función de, como anuncia el primer capítulo, «Lealtad que los moradores de Madrid tuvieron a sus reyes». Ahí encontraremos alusiones a la cesión de Madrid en señorío al rey de Armenia o a la concesión del privilegio de nunca enajenar de la Corona real el territorio de Madrid; de la crisis sucesoria de los Reyes Católicos; de las estancias de Carlos V; nada de las Comunidades (una línea indirecta en una parte, una aseveración de que fue guerra montada por los plebeyos y no por los caballeros y Madrid fue la última amotinada y la primera rendida )... pero también de las «Prisiones en Madrid de personas señaladas», las de, entre otros, Francisco I, don Carlos, Antonio Pérez (largo capítulo basado en las Relaciones del Secretario y en el que trata con tibieza a Felipe II y dulzura al preso). Sigue la descripción de las entradas reales en Madrid, con especial incidencia en la de Felipe III cuando fue proclamado rey. Siguen entradas de embajadores, incluidos los de Japón para concluir con la exaltación de Madrid, «Madrid patria de reyes y de personas reales» (III, 41). Después, bautizos y proclamaciones como príncipes de Asturias de otros tantos infantes y matrimonios reales. Luego siguen los desafíos interesantes de Madrid y entierros o fallecimientos reales.
Mas no todo son lutos. Los capítulos siguientes están dedicados a la suntuosidad de las casas reales y de los edificios públicos, a los lugares de esparcimiento, a los abastos , a los privilegios de Madrid y a su jurisdicción así como a las formas de gobierno civil y eclesiástico. Esto da pie para referir las advocaciones, los conventos, monasterios y hospitales que había en Madrid en aquel segundo cuarto del siglo XVII.
Por supuesto que también entra en discusiones localistas, como la de decir dónde nació san Dámaso, que si no era madrileño, que si lo era- (estas discusiones más que nada son de demostración del dominio de la arqueología por parte del autor), para lo que refuta o apoya los argumentos de Beuter, Illescas, Baseo o Ambrosio de Morales- entre los primeros- y una docena entre los segundos, de los que destacaría la cita expresa de López Madera o de Gabriel Lobo Laso de la Vega, además de otros muchos. En cualquier caso, su interés está en demostrar que es nacido en Madrid y que tradicionalmente se le tuvo «por haber sido español». Ni una alusión a González Dávila que también es madrileñista en este punto.
El último de los puntos importantes de esta corografía de Madrid es el de su tácito apoyo al Conde Duque. En lo que he podido ver, no aparece por ningún lado el valido. Mas en el ambiente madrileño de la época está una importante crisis de la convivencia en la Corte entre unos contra otros, por motivos de interés político, que manejan lo judaico como excusa ideológica.
En ese enfrentamiento, Jerónimo de la Quintana, presbítero de Madrid, notario de la Inquisicón y rector del Hospital de La Latina se permite escribir un capítulo íntegro en el que «Pruébase que hubo sinagogas de judíos en España (a quien predicó Santiago) aun antes de la venida de Cristo».
En Madrid hubo judíos antes que cristianos. El que quisiera entender que entendiera. Estamos hacia 1627. En conclusión, la obra de Quintana es un eslabón más de la cadena del enfrentamiento político que se protagoniza contra el Conde Duque y que usa la cuestión judeoconversa como excusa para desatar las furias de unos contra otros, como ha demostrado Ignacio Pulido: en Madrid, antes de pasar cinco años desde la edición de la historia de la Villa que tratamos, al parecer unos judíos azotaron con saña un crucifijo, hubo auto de fe y en desagravio, se derribaron sus casas y se empezó a hacer una ermita a la que contestarían los otros, dentro del mismísimo palacio del Buen Retiro alzando la ermita de San Antonio de los Portugueses.
En definitiva: escribir historia local en el siglo del Barroco es tarea compleja y en ningún caso sin sentido. Todo tiene su fundamento y su intencionalidad, pero
tanto en una vía como en otra. Acaso todos buscaran por caminos distintos, llegar al mismo puerto que tenía entradas distintas: defender “su” concepción del Imperio y de la Monarquía.
En eso consistió el trabajo del cronista: narrar acontecimientos singulares por su importancia, intentar crear una verdadera historia de Madrid y manejar un método, que andando el tiempo sería el método histórico y científico.
Para ello necesitaron ayudas municipales, archivos, bibliotecas e incluso sentido común.
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