La historia final
Cronistas y crónicas en el Madrid del humanismo
Juan de Mena o Juan López de Hoyos han sido algunos de los cronistas más afamados en la Historia de Madrid y la realeza
Cronistas y crónicas existen desde la noche de los tiempos. Como también corografías. Sin embargo, la institucionalización de un oficio cortesano es más reciente. En Castilla desde tiempos de Juan II. El cronista entonces lo que tenía que hacer era cantar las hazañas de su señor, el rey. A cambio, recibía un nombramiento oficial, un salario, entraba en nómina en las «quitaciones de Corte» y recibía encargos de confianza. No era extraño que el cronista fuera, a la vez, secretario del rey, porque como secretario tenía que saber guardar el secreto de lo que oía o leía en los documentos, que –a su vez– era él el encargado de archivarlos y guardarlos. Era, pues, el que más sabía de lo que pasaba. Si además, hubiera aprendido latín, sus virtudes se coronaban con esa suerte de saberes diplomáticos, e incluso de conocimientos del pasado, pues este estaba escrito normalmente en latín.
En tiempos de Juan II el cronista real fue Juan de Mena, que murió, no se sabe bien, si de un «dolor de costado» o por arrastrarlo un caballo. Yace sin la grandeza que al parecer tuvo su sepulcro inicial, en la iglesia de la Magdalena de Torrelaguna. A Torrelaguna hay que ir porque es uno de los pueblos más espectaculares de Madrid. Y además es que allí reposan los restos del autor del Laberinto de Fortuna.
En los reinados siguientes las atribuciones del cronista real fueron complicándose y su número, aumentando. En cualquier caso, los historiadores somos deudores, o miembros del mismo tronco cultural, que inauguraron estos sabios humanistas, que debatieron sobre cuestiones de teoría de la Historia, o del método histórico, que abrieron archivos para buscar en los documentos y solo en ellos, la verdad de las cosas, que manejaban los libros escritos sobre las materias que trataban con sentido crítico y así sucesivamente.
La nómina de los cronistas reales, o de los títulos de sus obras desde los tiempos de los Reyes Católicos en adelante, es abrumadora. Son tales los nombres que solo con ellos, se podría dar nombre a un barrio urbano de nueva construcción.
Además, los hubo de toda condición social, laicos y clérigos, avezados latinistas y no tanto, desmesurados ambiciosos y pacatos y taciturnos servidores; aventureros, pero todos hercúleos ratones de biblioteca. Sabios.
Ahora bien, hoy no me corresponde entretenernos con los cronistas reales, sino con un par de anécdotas de los que escribieron historias de Madrid, precisamente sin ser cronistas de la Villa, porque el oficio, o el cargo de reconocido prestigio, no estaba constituido aún. Pero in ser cronistas escribieron crónicas.
Los primeros textos con intención de narrar una crónica e incluso una historia de Madrid, son de Juan López de Hoyos, del «maestro Juan». Era un humanista muy interesante, cura en la capilla del obispo y en san Andrés. No cabe duda que su formación fue inmensa, ingente y abierta: al morir en 1583,, tenía media docena de libros de aquel pensador tan atractivo, como inquietante que fue Erasmo de Roterdam. A saber si las veleidades erasmistas de Cervantes no arrancan de aquello que le enseñara el maestro Juan. A Cervantes lo llamó mi «caro y amado discípulo», probablemente porque fue alumno suyo en clases particulares más que propiamente en el Estudio de la Villa. En cualquier caso, al maestro Juan el Ayuntamiento le nombró catedrático (que es el que ocupa una cátedra o silla de autoridad) del Estudio de la Villa. Fue el 29 de enero de 1568: tras una oposición entre López de Hoyos y Hernando de Arce (que no es el humanista de Benavente, sino un personaje que no ha pasado a la Historia) que fue juzgada con toda la objetividad posible y no como pasa en la actualidad, por «los religiosos y personas de letras y experiencia que de fuera del ayuntamiento se hallaron», se decidió darle la plaza al maestro hasta el día de San Lucas (18 de octubre) “con el salario y casa de ordinario” que se daban a los maestros de gramática y con la condición de «que no pueda llevar más salario de los estudiantes de lo que le fuere señalado por el ayuntamiento». O sea, tendría que trabajar según lo que le pagara el ayuntamiento, sin poder cobrar a los alumnos del Estudio por ir a clase.
La vida de este «catedrático de la gramática de la Villa», o «preceptor de la gramática», habido por «hombre bastante» (es decir, buen profesor) podría haber sido más o menos tranquila de no haber sido por tres sucesos: los dos primeros, la muerte del príncipe don Carlos y luego de la reina Isabel de Valois; el otro acontecimiento, la guerra contra los jesuitas en defensa del Estudio que ellos pretendían absorber y que López de Hoyos y algunos regidores más, querían amurallar contra la compañía multinacional del saber.
Que el maestro Juan contaba con la confianza del Ayuntamiento, es evidente porque se le encargaron los autos sacramentales con los que celebrar la fiesta del Corpus de 1568 y se le premió por los que redactó para 1569.
(Continuará)
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