La historia final

Cronistas y crónicas en el Madrid del humanismo (II)

Dicho sea de paso que un tal Pedro Laínez era poeta próximo al príncipe…, y amigo íntimo del poeta, un tal Miguel de Cervantes

Cervantes, en Alcalá de Henares
Cervantes, en Alcalá de HenaresAgencia EFE

Pero es que, además, su vida como cronista de Madrid empezó también entonces. A raíz de la sorprendente e imprevista muerte del príncipe de Asturias, don Carlos, detenido por su padre porque tenía evidencias de que -el pobre desdichado mental- le quería traicionar con los rebeldes de Flandes, digo que muerto don Carlos la noche del 24 de julio de 1568, hubo que enlutar Madrid. No había en la ciudad telas negras suficientes para darlas como era costumbre «a la justicia y regidores que al presente están en esta villa y escribanos de Ayuntamiento y procurador general y a las demás personas que se suele dar, se les dé una loba y capirote y caperuza a cada uno de ellos de luto que se pudiere hallar». Así que se ordenó embargar un carro que venía cargado desde Toledo con cariseas (tela basta fabricada en Inglaterra) para proceder a ese reparto (actas del Ayuntamiento de 24 de julio de 1568). Pasado un mes, el mercader se personó para reclamar que le pagaran lo embargado.

En cualquier caso, la ciudad se preparó para honrar al Príncipe muerto. La Villa diseñó «los escudos de armas y cotas de armas y letras» para Santo Domingo el Real (30 de julio de 1568) y pasadas las ceremonias, se ordenó pagar al maestro Juan 20 ducados de oro (6 de septiembre de 1568) «por el trabajo que puso en los epitafios que ordenó y dio industria para la pintura de ellos que se pusieron en las honras que esta Villa hizo por el Príncipe nuestro señor». Y aclaraban los regidores que «esto por cuanto por mandado de este Ayuntamiento él lo hizo y trabajó en el escribirlo y hacerlo pintar y asistir con los pintores a ello y en las honras al ponerlo por su orden». Claro: si él ni hubiera estado al tanto de las leyendas y demás, ¿qué galimatías habrían organizado los pintores?

Durante aquellos meses de julio y agosto el maestro Juan trabajó denodadamente para el Ayuntamiento, o como él mismo escribe «con harta brevedad de tiempo (lo cual deseo advierta mucho el pío lector)»: engalanó Santo Domingo y redactó un libro en el que contaba esas honras fúnebres. El libro recibió la autorización para imprimirse (o sea, ya estaba redactado) el día 5 de septiembre de 1568.

Como sabemos, las prisas al escribir son malas consejeras. La crónica de las honras fúnebres tiene algunas erratas de bulto, como que por ejemplo «doña Juana Primera, mujer de su Majestad […] madre de su Alteza» (fol. 28 r.) cuando en realidad tendría que haber dicho doña María Manuela.

Pero la crónica tiene también algunas frases sueltas, opacas, pero valientes para el lector avisado, «el [Real Consejo] de Órdenes y Contaduría [Real Consejo de Hacienda], aunque ni el uno ni el otro asistieron a las honras» (fol. 31 v.). E incluso más aún, el Presidente del Consejo Real de Castilla, el hombre más poderoso del momento, el cardenal Espinosa que yace en Martín Muñoz de las Posadas, su tierra natal, «como su ocupación ordinaria [la del Cardenal Espinosa] sea tan importante a todo el régimen y gobierno así de los estados y señoríos de la Corona Real, como de la Santa Inquisición, no fue posible asistir toda la octava» (fol. 31 v.); y el colmo fue que «algunos se descabulleron por diversas partes». Acabadas las octavas, el Cardenal Espinosa se retiró, pero no solo, sino con un séquito de todos los que estaban con el rey y no con los del príncipe: «volvió a su posada, acompañado de toda la flor de la Corte» (fol. 35r.).

Es obvio que en la Corte algunos manifestaban su dolorosa indiferencia -y alivio- ante la muerte del heredero, mientras que los miembros de la Casa del Príncipe, los criados de don Carlos, estaban descompuestos y los rostros desencajados. Venían tiempos recios contra ellos. Menos mal que Felipe II fue magnánimo con ellos, frente a lo que se podían sospechar n un principio. Dicho sea de paso que un tal Pedro Laínez era poeta próximo al príncipe…, y amigo íntimo del poeta, un tal Miguel de Cervantes.

Ciertamente, tras hacer alusión al papel del Ayuntamiento de Madrid en todos estos actos luctuosos, proclamó que «en nuestro estudio los estudiantes hicieron muchas oraciones fúnebres, elegías, estancias y sonetos muy buenos con que dieron muestra de sus habilidades. Confío en el Señor, nos ayudará con su divino favor y gracia, para que ellos se vayan mejorando de virtud en virtud y yo acierte en su buena instrucción de ciencia y costumbres» (fols. 55r-v).

Un modelo pedagógico ya afortunadamente caduco, basado en la «instrucción» y las «buenas costumbres» (que para enseñarlas las ha de disfrutar el profesor) vencido hogaño, por fortuna, con las matemáticas de género y la enseñanza emocional.

Así fue la primera gran crónica de Madrid que narraba importantísimos sucesos de la Villa recién adornada con la Corte (desde 1561), que no parece que la encargara el Ayuntamiento sino que la hizo el maestro Juan motu proprio.

Pero si todo esto pudiera haber terminado sin más, ni más, quiso la Parca visitar palacio de nuevo el 8 de octubre de 1568. Tal y como había puesto en su desdentada boca en la crónica anterior en la que la Muerte decía «al mundo pregono/ que a nadie perdono».

(Continuará)