La Historia final

Felipe II e Isabel Clara Eugenia: unos preparativos y un libro (II)

A la muerte de su padre, comenzó su segunda vida como soberana de los Países Bajos

Retrato de Isabel Clara Eugenia, obra de Pantoja de la Cruz
Retrato de Isabel Clara Eugenia, obra de Pantoja de la CruzLRM

Martínez Ruiz en «Isabel Clara Eugenia. Favorita del rey, gobernadora de Flandes» (Madrid, 2024) propone estas vidas para Isabel Clara Eugenia, la hija dilecta de Felipe II: antes de ella, su madre y su existencia como infanta en la Corte de Enrique II de Francia, fijando la atención, sobre todo, en la muerte de Enrique II en el torneo de celebración de la paz de Cateau Cambresis y los acontecimientos siguientes que afectaron a Isabel de Valois, esto es: su matrimonio con el rey de España, el alumbramiento de las dos niñas, la muerte de la joven reina.

En 1570 Felipe II se casó por cuarta vez, ahora con su prima hermana Ana de Austria, hija del emperador Rodolfo II y de su hermana María. ¡Era acuciante que hubiera un hijo varón y más aún tras la muerte del Príncipe don Carlos!

Con el nuevo matrimonio Isabel y Catalina hubieron de acomodarse a una nueva Casa real, pero el rey se preocupó y cuidó mucho de la educación de las dos hermanas, «Isabel Clara Eugenia era una potencial heredera» (p. 41).

Sin embargo, Felipe [III] creció y el padre, Felipe II murió (siempre acompañado por Isabel Clara Eugenia).

Estos años finales fueron convulsos: al cambio de reinado había precedido la muerte de Ernesto, gobernador de Flandes y al que sucedió su hermano Alberto, cardenal de Toledo, que dejó mitra y hábitos para casarse con su prima, la hija del rey, y así entrar a gobernar ambos en Flandes.

Los espantosos achaques del rey se agravaron por esas fechas con la noticia de la muerte de Catalina Micaela.

Desde entonces empezaba la segunda vida de Isabel, la de «soberana de los Países Bajos», o como la define el prof. Martínez Ruiz, «la etapa más importante de la vida de Isabel Clara Eugenia» (p. 63).

Felipe II había firmado la cesión del territorio al matrimonio y a sus descendientes, pero el ejército era español y la tutela desde la Corte de Madrid era absoluta. Esa cesión tenía una cláusula de excepción: si no tuvieran hijos, los Países Bajos volverían a ser parte de la Monarquía de España, revertirían de donde salieron.

Los primeros años de la gobernación fueron complicadísimos, porque sobre el Flandes Obediente, actuaban el Flandes Rebelde de los Nasau, Francia e Inglaterra. Era imprescindible hacerse querer por sus súbditos y a ello dedicó todos sus esfuerzos el nuevo matrimonio. Recorrieron los Países Bajos leales sin descanso al tiempo que tenían que aguantar asedios y batallas. Fue entonces cuando en la Batalla de las Dunas murió Rodrigo, el hermano de Miguel de Cervantes: este dio un poder para que los bienes de aquel pasasen a Constanza de Figueroa, sobrina de ambos, «del alférez Rodrigo de Cervantes, mi hermano, que le mataron en servicio de Su Majestad en la Jornada de las Dunas en el año pasado de seiscientos y uno en los estados de Flandes», declaró Cervantes. Fueron tiempos de arbitrismo fiscal y de guerra (Decreto Gaunas), o del ascenso de Ambrosio de Spínola controlador de los ejércitos, y de negociaciones diplomáticas que culminaron en 1609 con la Tregua de los Doce Años (pp. 83 y ss.), que, por cierto, se firmó la misma semana que se expulsó a los moriscos de España. Pactar con herejes podía generar un discurso contraproducente: Lerma lo acalló con esa expulsión.

En fin: no era un gobierno nada fácil porque o se anhelaba más soberanía, o se vivía como satélite de Madrid. Había que mantener un difícil equilibrio: es fascinante el pararse a reflexionar sobre el papel de cada uno de los dos esposos en semejante teatro geopolítico. Y la conclusión a la que llega Martínez Ruiz es la de que «la implicación de Isabel Clara Eugenia en el gobierno es mayor de lo que indican las apariencias» (p. 91). ¡Claro: para gobernar la había educado su padre!

Ambos caracteres son analizados con detenimiento (pp. 92 y ss.) así como las alarmas al sospechar que no iba a haber descendencia, bien por esterilidad, bien por impotencia.

Expuestas las formas de la administración heredadas de tiempos de Carlos V, el autor nos introduce en los vericuetos de una Corte festiva y alegre, en la que el papel de Isabel Clara Eugenia es crucial, revitalizando antiguas fiestas y procesiones (pp. 117 y ss., por ejemplo), o utilizando el arte como elemento de reivindicación de su grandeza y soberanía.

Sin embargo, la quebradiza salud de Alberto puso fin a su vida el 13 de julio de 1621, justo tres meses después de la muerte de Felipe III. Llegaban tiempos de cambios.

Y para Isabel Clara Eugenia se abrió un nuevo periodo de su existencia, el de «Gobernadora de Flandes», que ya no «soberana» porque sin descendencia el territorio había de volver a la Monarquía. Así que, nuevo rey en España, nuevas decisiones políticas (la trascendental la ruptura de la Tregua de 1609); viuda en los Países Bajos.

Ella, sus súbditos y Spínola eran más partidarios de una paz duradera con cesiones que no una guerra que mostrara a Europa que la Monarquía no iba a ceder un palmo de terreno en las Provincias Unidas del norte, ni del comercio americano, ni de la persecución de la herejía. Desencadenadas las hostilidades contra los rebeldes, 1625 fue un año victorioso, pero en 1627 hubo que decretarse una nueva suspensión de pagos.

Isabel pidió el relevo y retirarse a las Descalzas a donde habían llegado los tapices de la Exaltación de la Eucaristía de Rubens. Mas no solo Felipe IV no encontraba sustituto, sino que la reina regente de Francia, María de Médicis, pidió asilo a Isabel Clara Eugenia. Ella, que desde que enviudó había querido vivir en luto y apartada, se veía sí envuelta de nuevo en la política internacional.

Por fin, cuando se había decidido el sustituto (el cardenal infante don Fernando) y este se dirigía hacia Bruselas, no pudo entrevistarse con su prima pues Isabel Clara Eugenia había fallecido (1 de diciembre de 1633, pp. 148 y ss.).

El libro, de fácil lectura y muy cuidada impresión, se cierra con un alentador estudio iconográfico de esta nueva mujer de los siglos XVI al XVII que, lejos de dedicarse a coser y cantar, fue el sosiego de Felipe II viejo, educada para reinar y soberana de los Países Bajos que los mantuvo tranquilos mientras los gobernó.

Todo apunta a que en los próximos meses vamos a hablar y mucho de la Historia de España y del reinado de Felipe II. Que Dios nos asista.

Alfredo Alvar Ezquerra Profesor de Investigación del CSIC y Cronista Oficial de la Villa de Madrid