Historia

El litigio de Mateo de Párraga por los bienes de su madre (II)

Este joven castellano inició su particular cruzada para reclamar a su padre la herencia que le correspondía

Ilustración de la Iglesia de San Ginés, en la calle Arenal
Ilustración de la Iglesia de San Ginés, en la calle ArenalLRM

En días anteriores inicié el relato de lo promovido por Mateo de Párraga, un joven mayor de veinte años y menor de veinticinco (mayoría de edad en Castilla) que reclamaba ante la Justicia que se le entregaran los bienes que le eran propios por muerte de la madre y que se los había quedado su padre, incluso mercadeando con ellos. La historia de la querella empezó en 1591...

Y empezaron las actuaciones. Así, además de nombrar contadores o alarifes para las tasaciones, apareció un Antonio Sánchez, alarife de la Villa que dijo que en su día había tasado la casa de la calle Mercaderes, pero que no había tenido en cuenta el poste que había en el portal de la casa porque no se le había informado de que era del dueño, y que ahora lo tasaba y que valdría todo unos 40.000 maravedíes, pero allá por el 10 de octubre de 1595, que a saber qué era esta historia.

El caso es que se recopilaron documentos y se presentaron ante la Justicia de Madrid. El primero de esos documentos recopilados fue el testamento de María de la Cuesta. El testamento de María de la Cuesta había sido otorgado en Madrid el 9 de abril de 1576, hacía diez y seis años atrás. O sea, que el pobre Mateo había quedado huérfano acaso con cuatro, cinco o seis años, más o menos.

Es un testamento más piadoso que otra cosa. De sus última voluntades y mandas, que no son muchas, se desprende que era mujer muy apegada a su esposo y a su familia. Se deja enterrar donde él quisiera en San Ginés, «en la sepultura que a mi marido le pareciere», eso sí, con un buen acompañamiento de clérigos de San Miguel, su parroquia, y de San Ginés. De sus últimas voluntades y mandas se desprende que era mujer piadosa y temerosa de Dios: ordena que por su ánima se den quinientas misas rezadas por varios lugares de Madrid; por las almas de sus padres, cuarenta misas en Colmenar Viejo de donde eran; y así otras misas más hasta casi un centenar.

No se olvida de su sobrina carnal, a la que entrega nueve mil maravedíes para ayudarla en su casamiento. Y si «muriere» antes, se los daría a su segunda hermana. Pero su piedad beneficia también a la familia del esposo; a dos primas de él, unas ropas sin valor; a su cuñada cincuenta reales. Da a los hospitales de Antón Martín y al de la Pasión once reales a cada una «por causas que a ello me mueven».

En fin, como albaceas designa a su esposo y a su cuñado y, por fin, «dejo y nombro por mi heredero universal a Mateo, mi hijo legítimo».

Ni el testamento, ni María de la Cuesta daban para más. Ella, mujer piadosa, no tenía nada, ni hace alusión a una dote, ni a ningún bien interesante, salvo las basquiñas que regala y algunos centenares de maravedíes con que obsequia a su mundo cercano.

Ni aun por Mateo parece poder sentir pasión: nada más que media docena de palabras dedicadas a él cuando le nombra heredero universal, siendo una criatura que alguna virtud tendría a los ojos de la madre enferma, toda vez que era un chiquillo aún sin uso de razón, aún incapaz de haber ofendido a Dios.

Por su parte, el 15 de enero de 1591, un juez, alcalde de casa y corte, había ordenado que se les diera traslado del inventario de bienes que había hecho el viudo al casarse en segundas nupcias.

Efectivamente, a los pocos meses de haberse quedado viudo, Francisco de la Cruz (que ahora aparece como «calcetero») había levantado inventario de sus bienes cuando fue a casarse con Catalina López «por segunda vez». La memoria de la muerta se ha esfumado pronto. Tanto, que de la primera esposa no quedaba rastro de sus aportaciones conyugales, ni nada.

(Continuará)

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de Investigación del CSIC