
La historia final
Un par de villancicos escritos e interpretados por monjas (1788) I
He sentido ganas de contarte un cuento, paciente lector, un cuento de Navidad acaecido hace casi 250 años y puertas adentro de un convento de clausura

«Él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor…»
Quijote, I, xii, 1605.
Madrid ha sido y es una ciudad riquísima en patrimonio documental. La actual Comunidad, también. Me refiero tanto a fondos municipales, como del Estado, o del patrimonio regio y de mil y una corporaciones e instituciones.
Pero no pueden quedar al margen las colecciones familiares, o las de los conventos y monasterios siempre y cuando no hayan sido expurgadas, saqueadas o incendiadas a lo largo de la Historia.
Pero este no es el objeto de estas líneas, que son escasas e incompletas para ponderar, insisto, la riqueza universal de nuestro patrimonio documental, desde la Edad Media a nuestros días, patrimonio que es el reflejo y portavoz del pasado personal e institucional de todos y cada uno de los que han pasado por este centro de la Península. Si alguien, con veleidades humanísticas, se aburriera en Madrid, es porque le faltan ganas de deambular -con algún objetivo intelectual- por tantas y tantas reservas de papel y vidas como hay en los archivos de Madrid.
Y digo lo anterior, porque en estos días de la Navidad he sentido ganas de contarte un cuento, paciente lector, un cuento de Navidad acaecido hace casi 250 años y puertas adentro de un convento de clausura.
Había una vez, o érase una vez, no lo recuerdo con certeza, un convento en Madrid de apaciguadas monjas de clausura. Y digo bien, que apaciguadas, porque antaño como hogaño, debieron vivir al margen del mundo, con un sosiego que ni los avatares del yugo del matrimonio y la crianza de los hijos, ni los escándalos de puertas afuera, les afectaban. Incluso vivían tan alejadas de todo ello, que ni les escandalizaban las ambiciones del ser humano. Sencillamente las ignoraban.
Por ello, disfrutaban sobremanera al final del año con el periodo más entrañable que se ha creado nunca: el de la Navidad, el del Nacimiento del Niño Jesús, que seguro que tiene sus orígenes paganos y todas esas cosas que de puro sesudas hay que explicarlas para convencer, un día y otro, a los ignorantes.
En Navidad, sin embargo, nuestro tronco cultural, ese que nos da referentes existenciales (para estar con ellos, o para intentarlos destruir con impía rabia), nació el Niño. Fue en Belén y en un portal; en un pesebre, con la borrica, el buey, el pobre padre José y la Madre-Virgen, a la par que unos ángeles comunicaban la buena nueva a los pastores que había por allá. Y el que se quiera creer todo ese misterio, que se lo crea, y el que no, pues no. La tradición, que es parte fundamental de las creencias religiosas, aplaudida una y otra vez por los concilios ecuménicos, así sanciona lo que pasó hace más de dos mil años.
Total, que en el convento había monjas que voluntariamente se habían separado del mundo. No por ello eran analfabetas, ni aun antisistema. Eran, sencillamente, monjas de clausura, con sus votos de pobreza, castidad y obediencia. Algunas sabían leer y aun escribir. Y como con el escribir sublimamos el ser humano porque podemos transmitir emociones, sentimientos y conocimientos (como con el sonreír), algunas -digo- escribían.
Y en Navidad escribían y describían, sin apocalípticas explicaciones antropológicas sobre todo aquello del Niño, los pastores y los peces en el río.
Acaso porque por un momento quisieran formar comunión de vivas y misterio, representaban, no como un espectáculo, sino como exteriorización de su fe, todo eso que hubieran escrito sus hermanas de clausura.
Así se divertían, se admiraban unas a otras, agradecían el reconocimiento y vivían, desde su humildad, el poder escribir.
Eran bastantes, por no decir que muchas, las monjas que sabían escribir, que no por ser monjas y de clausura eran pazguatas.
Corría el año de 1784. Cerca iba a estallar en poco tiempo una sanguinaria revolución de grandes logros: guillotinas, destrucciones napoleónicas, un siglo de revoluciones, y gracias al gran desarrollo alcanzado, dos guerras mundiales. El balance global no está mal del todo. Aquellos cambios favorecieron grandes avances sociales y científicos, sin duda.
Pero las monjas ignorantes -o eso nos creemos- de lo que acaecía extramuros del convento, vivían a otra cosa. Porque una de ellas, que no dejó su nombre en ningún sitio, compuso para recreo de la comunidad, y bajo la advocación de Jesús, María y José, una obrita «Para la vigilia de Navidad, cantado, año de 84». Es curioso que se conserva el texto, pero no la música. Es curioso que en otras hojas volanderas de estas, no solía aparecer el escritor, pero sí el compositor de la música. Cosas de los derechos de autor (lo leo en M. Alvar, Villancicos dieciochescos, Málaga, 1973). Es más curioso aún que se especifique el “cantado”, claro, porque contra el teatro y las comedias, venían cargadas las tintas.
(Continuará)
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