Historia

El Real Casino de Madrid (I): Los "putti", los acantos y otros detalles de su singularidad

El arquitecto que diseñó las bases de la singular construcción fue Palacios. La escalera imperial es de manual de arte

Alfredo Alvar, nuevo presidente del Casino de Madrid
Alfredo Alvar, presidente del Casino de MadridAlberto R. RoldánLa Razón

En una de las manzanas más espectaculares del Madrid histórico de los siglos XIX y XX, en la calle Alcalá 15, se yergue un edificio bellísimo, no sólo por la asimetría de su fachada, sino también por la riqueza arquitectónica y patrimonial que se custodia en su interior.

En la actualidad, además, con la profunda remodelación que viene acometiéndose desde años atrás en el entorno de la plaza de Canalejas, su majestuosidad se ha incrementado aún más de la que tenía en 1910, si cabe.

Alrededor hay edificios que, con orgullo, quieren expresar la grandeza que España debía tener después de 1898. Sus promotores no escatimaron en esfuerzos para dar ánimos a aquella abatida nación.

Y en ese ambiente social, se convocó un concurso internacional para erigir el edificio del Casino de Madrid. Todo empezó en 1905 y no sin infortunios, calamidades y deslealtades, las obras estaban casi terminadas del todo en septiembre de 1910. El arquitecto que diseñó las bases de esta singular construcción fue Antonio Palacios, aquel evolucionista y revolucionario constructor que concluyó sus proyectos con cierta frialdad ecléctica, evolución que se ve plasmada, por poner solo dos ejemplos, entre el Palacio de Cibeles y el edificio del Círculo de Bellas Artes.

Este año se va a conmemorar en Madrid el «Año Palacios». Los planos de los proyectos de 1905-1910, desde distintos diseños de fachadas, hasta meticulosas vistas del interior del edificio, pasando por el diseño de los azulejos de las cocinas, o de la decoración de las cortinas, son en sí un pequeño museo dentro de este gran edificio.

La escalera imperial, o la indescriptible belleza de sus salones, con el incomparable «Salón Real», son elementos propios de manuales de historia del Arte y de la Arquitectura y del buen gusto. Mas no sólo los salones, sino las pinturas, las esculturas, los «putti», los acantos, los suelos (en origen, reutilizadas las maderas y reelaboradas artesanalmente para hacer esos juegos geométricos imposibles) todo es una emoción permanente para todos los sentidos.

Hoy no es Casino de Madrid. Es Real Casino de Madrid. Forma parte de la Federación de Casinos y Clubes culturales de España. Además, tiene una red de correspondencias internacionales para recíproca satisfacción de socios de acá y allá, que es insuperable (aunque siempre susceptible de mejorarse, me dicen).

Se le vilipendia de ser un club muy cerrado y conservador. No sé cómo leerlo: casi dos mil socios y sin ninguna orientación política, aunque sí ideológica, cual es la de la defensa de la libertad, la Constitución y la Monarquía no parecen ser señas de identidad conservadoras cuando tal se quiere referir a «carca» o «decimonónico». Por lo demás, al ser un club, claro que es cerrado. Hay otras formas de interactuar, de socializar en abierto, como pueden ser las gradas de un campo de fútbol.

Nació el Casino, precisamente, de los ambientes revolucionarios y liberales allá por 1836 y siempre me gusta llamar a la siguiente reflexión: la Inquisición española acababa de ser abolida (1478-1836) tras 358 años de existencia, de variada actividad sobre la sociedad española, pero superviviente por tres y siglos y medio a los avatares de la Historia de España y de Europa.

Uno de los más deleznables y abyectos usos del proceso judicial inquisitorial era el del secreto. Secreto en la denuncia, secreto en las investigaciones, secreto en las acusaciones, de tal forma y manera que el acusado no sabía ni quién le acusaba, ni de qué. Es más, se le interrogaba inquiriéndole sobre si sospechaba por qué estaba ante el tribunal, o quién podría haberle delatado. Las cerezas se iban enganchando unas con otras.

El éxito de la actividad inquisitorial en España durante tres siglos y medio estuvo basado en el secretismo y en el anonimato. La indefensión ante el ataque vilipendiador anónimo. Los cizañeros sabían muy bien cómo hacer daño. Daño repugnante, por cierto.

Desde que se terminó con la Inquisición, hasta hoy, han transcurrido 188 años, plagados de revoluciones en el siglo XIX y acompañados por una dictadura de 40 años.

Tiempo más que de sobra para que los encizañadores anónimos hayan pasado a mejor vida.

Acabada la Inquisición se pudo disfrutar de la vida como nunca antes, como se ve en tantas paredes del Casino.

(Continuará)