Historia
Rushdie, «Quijote» y Las trinitarias (I)
El escritor y ensayista ha estado estos días en Madrid
Estos días ha estado en Madrid Salman Rushdie.
Por mera casualidad lo vi en uno de los restaurantes más discretos y excelentes de Madrid, el «East-47» del hotel Villa Real, en donde no sólo se come con exquisita delectación, sino que su equipo humano es excepcional. Además, las serigrafías multicromáticas de Andy Warhol de Marilyn Monroe le dan un aire decadente maravilloso, bien es verdad que una limpieza de cara no le vendrá mal del todo.
Tan pronto como lo vi, me fui corriendo a casa, pues tengo la fortuna de vivir en el Barrio de las Letras en la calle que recuerda a uno de mis mitos de los Siglos de Oro. Cogí un ejemplar de los «Versos satánicos» y otro, acaso menos conocido, que lleva por título «Quijote».
He leído en Rushdie que hay que vivir y escribir con humor. Que los intolerantes no pueden tener humor. Que, precisamente por su humor, reescribió, a su manera, su propio «Quijote» (si yo pudiera algún día intentaría reescribir un «Licenciado Vidriera» o mucho más aún, una «Jueza de los divorcios» al estilo del siglo XXI).
«Quijote» apareció en Seix Barral en 2020. Es, pues, un libro reciente. Fascinante y complejísimo. «Vivía una vez, en una serie de direcciones temporales por todos los Estados Unidos de América, un viajante de origen indio, edad avanzada y facultades mentales menguadas que por culpa de su amor por la televisión más estúpida se pasaba una parte enorme de su vida mirándola en exceso bajo la luz amarillenta de las sórdidas habitaciones de motel…».
Este «Quijote» en realidad se llamaba Smile Smile, o por no americanizar el nombre era Ismail, Ismail. Tenía buen aspecto y anhelaba el amor. Un LP de vinilo de la ópera «Don Quijote» de Jules Massenet le hizo cambiar su mundo y dejar de ser Ismail-Smile para empezar a ser Quijote. Todo normal porque vivía «en la Era Donde Puede Pasar Todo». Por cierto su venta era el hotel «Red Roof» toda vez que no se podía pagar el otro, mucho más lujoso conocido como «El Rancho».
Según se había ido adentrando en la mediana edad «sólo ansiaba el anonimato y la soledad».
Añoraba el amor. Echaba de menor haber tenido un hijo en el que hacer todas las transferencias psicológicas que a los padres nos gusta hacer en los hijos (y que creo que llamamos educación).
Se le apareció un hijo, de hoy, al que llamó «Sancho». Sí, se le apareció el día de San Lorenzo, en medio de la lluvia de las perseidas (yo me ahogué el día de San Lorenzo, y ambulancistas, médicos y enfermeras se esforzaron en sobrevivirme. Yo puse de mi parte lo que pude. Por eso mi hija se llama Laurentina). Total que Quijote-Smile, Sancho y la «señorita Salma R.» se nos convierten en protagonistas de esta historia. Por cierto, que el verdadero autor de todo lo anterior no fue Rushdie, sino un tal Sam DuChamp, como que el del Quijote de verdad fue Cide Hamete Benengeli.
Curiosamente, DuChamp y Quijote tenían similitudes muy, muy profundas, que no puedo describir ahora. Y después del 11-S de 2001 los hindúes de Estados Unidos se tuvieron que esforzar en demostrar que no eran musulmanes y que amaban a «América» porque, si no hacían ostentación de todo ello, se les perseguía o se desconfiaba de ellos…, ¿Cómo a los conversos y sus descendientes en la España del siglo XVI? (me pregunto yo).
Si siguiéramos con esta fascinante y disparatad historia del triunfo del absurdo televisivo (con los riesgos ya anunciado en Homo videns de Sartori), llegaríamos al cataclismo final, a «las evidencias de la gran Nada» que las iban venciendo a toda velocidad en el interior de su coche conduciendo horas y horas, «corriendo hacia su última esperanza de vivir».
Entremedias acaso en este pleno siglo XXI nos cruzáramos con ciberespías, racistas, y en fin al fin del mundo, del que huyen hacia el Oeste. Por fin llegaron a California y allí ocurrió «el retorno a la cordura», «Quijote estaba en plena posesión de sus facultades» y habló dándole a la amada un «discursito»…, «fue una locura buscar los pájaros de este año en los nidos del anterior».
Una obra genial en la que se unen el mundo de la fantasía con el mundo real del Autor, cuando al escribir «la cosa» ya no puede pararse porque al ser escrita ya no se puede impedir que suceda pues ha sucedido, o en otras palabras, «El final no se puede cambiar una vez ha terminado».
Fui a casa, cogí los dos ejemplares y volví pitando al «East-47» del Villa Real. Me hice el encontradizo y le pregunté si tendría inconveniente en firmármelos. Me dijo que no. Los firmó. Y mientras tal hacía, entre frases de cortesía le dije que estábamos a una manzana de la tumba de Cervantes. Era sábado.
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