Opinión

Pues sí, la princesa está triste

Argentina, Termas de Río Hondo. Circuito incandescente, aunque llovió justo antes del comienzo. Márquez quiso entrar por donde no cogía, por un espacio que ocupaba Rossi, ese «campeonissimo» que tantas veces intentó meter el camello por el ojo de una aguja cuando reinaba en el motociclismo mundial. Ya no reina y no es que Marc le discuta el trono, es que se lo ha arrebatado, sin discusión. Con arrojo, con osadía, con descaro infinito, de tú a tú; con el atrevimiento y la ambición de los pocos años, con un combinado de sangre caliente y fría tan difícil de administrar que ni los genios salen indemnes de todas las batallas. Márquez destronó hace ya tiempo al emérito y al mayor ídolo del motociclismo de los cuatro últimos lustros. El descaro de este sucesor que amenaza todas sus marcas le reconcome, y le descompone, más desde que Jorge Lorenzo le ganó un Mundial, «por culpa» del dichoso Márquez. El joven Marc, siempre en lugar destacado de ese altar que ha levantado en su honor con velas negras. Valentino observa que su imperio pierde lustre, prestancia y poder. No conforme con la leyenda, se carga de razones bebiendo en el pilón de la soberbia porque hay una mayoría de la afición que le venera. Calienta el patio para convertir Jerez en el infierno de Marc el 6 de mayo. No acepta que le contesten y le cuesta asimilar los segundos planos. La princesa está triste. Pero tiene poder. Aún hoy es el icono comercial de las motos. Lo saben quienes montan el circo. Cuando arreó la famosa patada a Márquez, venganza de jefe indio cabreado, ni siquiera Carmelo Ezpeleta, el dueño del espectáculo, criticó al «Doctor» como merecía su vergonzosa y antideportiva acción. Rossi vende. Rossi atrae. Rossi es el gancho en una categoría tan dominada por los españoles que en algunas pruebas parece un campeonato nacional. A Valentino, paradigma de la mercadotecnia, no se le tose... Y Marc Márquez le ha tirado. Ha derribado al ídolo en sentido literal. Marc, allá en el circuito de Río Hondo, cometió un error mayúsculo, una infracción que le ha penalizado en la clasificación y ha soplado viento en las velas de sus detractores; correligionarios de Rossi, a quien esa acción antirreglamentaria le ha venido al pelo para reverdecer una venganza larvada y atacar a quien, sobre el asfalto, ya no puede hacer ni sombra. Él, adalid ahora del pilotaje sin riesgo, de las corridas con toros de cartón, que teme por su vida cuando se ha hecho mayor, se divertía adelantando en la última curva a Sete Gibernau. Le humillaba. Ahora la víctima es él; pero su orgullo no tiene tragaderas.