Opinión
El brillo
Superados los cuartos de final y las semifinales de las competiciones europeas los árbitros han dejado huella en contra de su voluntad... Hay más Obrevos y Aytekines de los que el fútbol se merece y de estos últimos lances han salido muy mal parados Michael Oliver, y señora, por el penalti que sí fue de Benatia a Lucas Vázquez; Çakir, por no pitar la mano de Marcelo; Skomina, por birlar dos penas máximas al Roma y aclarar la clasificación del Liverpool, y Karasev, quien en el límite de su desconcierto señaló el inexistente córner que propició el gol de Rolando en el minuto 116 de la prórroga y el consiguiente pase del Olympique de Marsella, en perjuicio del impotente Salzburgo, a la final de la Liga Europa, donde se encontrará con el Atlético.
La cara de estas cruces inevitables sitúa a los colegiados españoles por encima de la media continental, considerando que la UEFA designa a los más destacados para los penúltimos desenlaces. Más allá de las controvertidas y siempre complicadas actuaciones arbitrales hay un detalle que no ha pasado inadvertido y que los desocupados y cobardes de siempre no han dudado en criticar desde ese pozo negro, sin fondo, que son las redes sociales cuando se emplean desde el anonimato y la impunidad. En el palco del Metropolitano estuvo Rafa Nadal viendo el Atlético-Arsenal. Es un madridista de tomo y lomo y, por encima de todo, un deportista sensacional en todos los significados de la palabra. Animó al Atleti y, avanzada la noche, se cubrió el cuello con una camiseta rojiblanca. Por ese gesto le han sacudido, como si hubiese dejado de ser del Madrid, que es su equipo; aunque Gil Marín haya bromeado con el asunto: «Rafa es del Atleti; pero no lo sabe. ¡Cómo le brillaban los ojos!». Nadal es un señor y todo el mundo debería saberlo.
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