Opinión

Fred, un militar congoleño

Manifestantes contra la ONU en RDC.
Manifestantes contra la ONU en RDC.HADAMA DIAKITEAgencia EFE

Suena el móvil y la pantalla se ilumina con el nombre de “Fred Aduana Congo”. Es Fred, un militar que custodia la frontera entre República Democrática del Congo y Ruanda, un hombre vestido con la camisa azul y arrugada que me encontré sentado en su lado de la frontera y con las gafas de sol ladeadas para leer mejor los papeles (acartonados, sucios, repletos de sellos de entrada y de salida) que le muestran a diario las mujeres encargadas de llevar productos sencillos (plátanos, patatas, recambios de electrodomésticos) de Ruanda a RDC, y viceversa. De Fred me hice amigo regalándole cervezas y repitiéndole sin cesar que éramos buenos amigos y que podía confiar en mí hasta sus ahorros. Es de las pocas maneras de congraciarte con un militar congoleño que mira por encima de sus gafas tu piel blanca y privilegiada, mientras escucha con una mueca de sorna tus ansiosas preguntas sobre tiroteos y situaciones de peligro que rellenen de excitación las páginas de un periódico.

Es Fred. Me pregunta si sigo en Ruanda, si volveré a visitarle. Al otro lado del aparato escucho un barruntar de voces de mujeres y de niños que discuten o juegan o simplemente conversan en una lengua que, al resultarme desconocida, me llega cargada a partes iguales con amenazas a los chiquillos y denotaciones de amor por ellos. Al otro lado del mundo, en la confusión de su idioma, se entremezcla la rutina del hogar de Fred, que me cuenta en un inglés machacado que acaba de regresar de trabajar y que está cansado de su vida. Suelta una risotada (para sí mismo, para su mujer que le mira, para mí) antes de comentar que las cosas en Goma no están bien pero que, también, nunca lo han estado.

Es Fred. Un contacto congoleño. Le he visto seis o siete veces en mi vida pero jamás le he mirado a los ojos, ocultos sin remedio tras sus gafas de poder. Todo lo que conforma la identidad de Fred, que son su mujer, sus hijos, sus hermanos y hermanas, su madre, sus vecinos, su ciudad polvorienta, todo lo que hace de Fred un ser humano digno de empatía, su voz, los músculos de su cara tensándose y destensándose mientras habla, todo lo que significa “Fred” se reduce a los ruidos inconexos que escucho al otro lado del aparato.

Pregunta cuándo volveré. Al escuchar que no tengo pensado regresar si no estalla una guerra entre RDC y Ruanda, el hombre se excita, carraspea para llamar mi atención y dice que si vuelvo a su lado del mundo, me pide que no vaya a Ruanda, que vaya directo al Congo, que le llame y que le acompañe a la batalla a él. Me asegura que “los ruandeses no son de fiar”. Pero pronto suelta otra risotada y aclara: “los congoleños tampoco somos de fiar. Pero sí que te puedes fiar de mí”.

Es Fred. Despotrica unos minutos sobre la misión de la ONU en su país y confirma que tanto él como sus camaradas de uniforme desean que los cascos azules abandonen su tierra de una maldita vez. Que no tiene nada en contra de ellos, que algunos le caen bien, pero que no tiene sentido que un ejército extranjero permanezca en su país durante veinte años con la excusa de la paz si esa paz no llega. Si la paz se aleja tanto que se transforma en guerra mientras cualquier justificación que permitía a la ONU permanecer en territorio congoleño se derrumba un ladrillo más por cada niño, mujer o anciano que mueren sin remedio bajo los ataques de los bandidos, los guerrilleros y lo terroristas islámicos. Cada muerte nubla la razón agotada de Fred. Dice que los suyos prefieren morir solos que acompañados. Que, puestos a irse al infierno, mejor que sea por su propia mano y sin testigos.

Fred. Su voz se escucha rascada cuando dice que sólo quiere llegar tranquilo al cumpleaños de su hijo y que después no le importa lo que ocurra. Pero que primero tiene que celebrar el cumpleaños de su hijo. Que será el 24 de agosto.