Mijaíl Gorbachov
El odio a Gorbachov es parte de la tragedia rusa
Mientras Putin mira con orgullo la URSS, Gorbachov lo hizo con vergüenza
Pocos líderes en el siglo XX han tenido el impacto que tuvo Mijail Gorbachov, el último presidente soviético, y, sin embargo, su legado sigue discutiéndose tanto en su país como se admira fuera. Las emotivas palabras de Angela Merkel tras su muerte en las que reconocía que «cambió [su] vida de manera fundamental» (sin él nunca hubiera podido llegar al poder la hija de un pastor de la Alemania oriental) contrastaron con la frialdad de Vladimir Putin, un nostálgico de la URSS. Para el jefe del Kremlin, Gorbachov fue el responsable de lo que una vez calificó como «la peor catástrofe geopolítica del siglo XX»: la caída del imperio soviético.
Paradójicamente, lo que quería Mijail Gorbachov era salvar el sistema comunista, no destruirlo. Era un burócrata inteligente y enérgico que tenía como principal objetivo continuar con la misión de su padrino Yuri Andropov: «desatascar la máquina oxidada» del socialismo real, para «reanimar» el legado enfermo y corroído de Leonid Brézhnev. Para ello quiso establecer nuevas fronteras ideológicas a una clase obrera desencantada tras años de estancamiento. Esas fronteras serían la «perestroika» (reestructuración) y la «glasnost» (apertura). Dos lemas que pronto se convertirían en dos pilares de su pensamiento político, pero que nunca llegaron a materializarse en el socialismo con rostro humano que él soñaba. Quizás porque –como apunta «The Economist» en su obituario– ese destino añorado era más «una utopía que un lugar real».
En un encuentro en Bruselas con nuestro colaborador Frédéric Mertens de Wilmars, el ex presidente soviético le confesó que «se dio cuenta muy pronto de que el socialismo había fracasado claramente –pero no lo reconocieron sus compañeros– y que no dudó en adoptar reformas liberales que rompieran un régimen autoritario, rígido, improductivo y sobre todo corrupto». Al realizar un diagnóstico tan lúcido del sistema que él mismo representaba y en el que estaba en la cúspide, Gorbachov demuestra una altura de miras de la que muy pocos políticos de entonces y ahora pueden hacer alarde.
Para sus detractores fue un mediocre que provocó el colapso de la Unión Soviética y ni siquiera se enriqueció con ello. Escritores rusos como Vladislav Zubok consideran que fue «ingenuo e imprudente». La URSS era el segundo productor de petróleo en el mundo y tenía un Ejército de cuatro millones de soldados. No debía haber implosionado sostiene en su último ensayo: «Colapso». Y está ahí la tragedia. Donde Zubok o Putin ven una fortaleza inexpugnable, Gorbachov vio un castillo de naipes. Mientras los primeros miran la URSS con admiración y orgullo, el segundo lo hizo con vergüenza. Un socialismo de cuartel que se había convertido en un basurero –reconoció Gorbachov a su ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze– y que solo se sostenía por la bota.
El destino ha querido que su fallecimiento coincida en el tiempo con el intento de Putin de reconstruir el imperio soviético con una invasión brutal y sangrienta a sus hermanos ucranianos, en el exterior, y con el nivel más bajo de libertades desde el colapso de la URSS, en el interior. Como escribe Iain Martin en «The Times» en un artículo cuyo título he tomado prestado para esta columna, esperemos que un día los rusos se reconcilien con «Gorbi», eso significará que lo hacen también con nosotros, los europeos.
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