Restringido

Pablo Iglesias no es el líder

La Razón
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La diferencia entre el Pablo Iglesias que amenazaba en un mitin, hace un año, crecido tras las elecciones europeas, y el que ahora se arrastra, anonadado, en la vorágine de sus limitaciones y errores, es muy grande. Al principio eran visibles sus virtudes, como la comunicación y la imagen novedosa, o el lenguaje medido, rompedor y directo, junto a la capacidad para ilusionar, personalizar un proyecto, y movilizar a los inactivos. La irrupción de aquel líder de la nueva izquierda acongojó a los partidos tradicionales, que copiaron su imagen, buscaron juventud y caras nuevas, pidieron espacios en la tele, y se pusieron a la defensiva ante la cascada de críticas certeras. Iglesias se convirtió en la gran estrella de la política española. Pero ese tiempo ya pasó. Tras un año, los defectos que afloran son tan claros que auguran un futuro no tan bueno para un populismo socialista que quería ser la «casa común de la izquierda», y que acabará siendo la nueva IU.

El jefe de Podemos está fallando como líder. En el análisis politológico del liderazgo es clásico considerar tres aspectos: cualidades, relación con los seguidores, y contexto. Pablo Iglesias ha fallado en la apreciación de las tres. Veámoslo. Y no voy a entrar en los factores psicológicos de su personalidad, al estilo de los pioneros anglosajones de la ciencia política.

Iglesias y su equipo analizaron mal el contexto y se equivocaron con un relato de la realidad histórico-política propio del populismo socialista: el desprecio a la Transición y al «régimen del 78», que el líder redentor, al estilo de Chávez, venía a denunciar y a revertir en beneficio del «pueblo». Era una descripción exageradamente negativa de la situación –por ejemplo, la masiva desnutrición infantil, o la corrupción generalizada–. Este relato quería presentar a Iglesias como un «líder transformador», en palabras del politólogo McGregor Burns, que trataba de establecer una identidad con la ciudadanía a través de valores y metas, para la realización de un proyecto colectivo de cambio radical basado en el enfrentamiento político y social. Pero este relato ha fallado: la mayoría de los ciudadanos, aunque coincidan en la indignación, niegan la inutilidad o ineficacia de la Transición y de la Constitución, repelen el conflicto, y apuestan por reformas, no por saltos en el vacío. En este sentido, el abrazo al desastre griego ha sido definitivo. Esa falta de «inteligencia contextual», en expresión de Joseph S. Nye Jr., va dejando a Iglesias sin credibilidad; una cualidad imprescindible en el liderazgo.

La relación con los seguidores, por otro lado, ha ido empeorando a ojos vista. La clave del populismo es la relación carismática, personalizada y paternalista entre el líder y el seguidor; pero la adaptación española de este modelo de liderazgo importado de América Latina precisa, para un partido-movimiento, de otra serie de cualidades que Pablo Iglesias no ha demostrado. El carisma, según los psicólogos sociales, implica que la palabra del «mesías» se convierta en norma, y que sus seguidores ansíen una gratificación suya, real o simbólica, cumpliendo sus designios. Esto no existe.

Un partido-movimiento supone un extra de inteligencia en las mesas de reparto de cargos y presupuestos, y en el establecimiento de vías para el protagonismo real de las organizaciones. Esto también se ha hecho mal al denigrar a los líderes locales que meses antes utilizó para presentar «marcas blancas», con un sistema no democrático de primarias, contradictorio con los principios originales, que no gratifica, rompe lealtades y crea enemigos. Iglesias ha conseguido que la gente común deje de sentirse importante en los círculos y en el proyecto, lo que ha provocado desmovilización y frustración. Iglesias ha perdido lo que Cheresky llama «liderazgo de popularidad»; es decir, el poder que otorga la influencia ciega del líder sobre los seguidores, y que sirve para ejercer una autoridad omnímoda sobre el partido.

Por último, no cumple con las cualidades básicas del líder transformador. No ha demostrado capacidad de cohesión y creación de lealtades. Las «marcas blancas» asumieron una autonomía que no ha sabido absorber en el bloque hegemónico gramsciano que ansiaba. El estilo autoritario en el sistema de primarias y su negativa a negociar muestran una clara falta de «inteligencia organizacional». Este conflicto ha deteriorado su autoridad como líder. En este sentido fue un error echar a Monedero, aquel que creó la estructura nacional de Podemos, que al tener la autoridad del jefe podría haber absorbido las críticas al sistema de primarias dejando inmaculado al líder redentor.

Ese conflicto ha roto el vínculo con los seguidores y deteriorado su imagen. Chávez construyó su movimiento en torno a su persona, como Pablo Iglesias, cuyo nombre y efigie se identificaban con el proyecto. Esto precisó concentrar el poder en su persona, y orquestar una enorme campaña de propaganda en la que «el mesías» se mostraba con aire de superioridad porque decía «la verdad» y sabía «la solución». Esto no es posible aquí, porque dentro de Podemos han surgido diversas y contrapuestas «verdades» y «soluciones», y su efigie ya es denostada en muchos círculos. Iglesias ha fallado en la gestión humana que debe demostrar todo líder.

Todo apunta a que Pablo Iglesias pueda convertirse en lo que Svampa y Martucelli llaman «popularidades evanescentes y transitorias», elevadas por la magia de la televisión, pero que no cuajan como líderes de un gran partido.