Cristina López Schlichting

Papá tuvo un accidente

La Razón
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El matrimonio se fue de cañas por lo viejo de San Sebastián y ETA los sorprendió a la salida del bar Txiki. Elena Moreno Jiménez tenía 30 años y Miguel Paredes García, 33; dijeron que andaban con drogas. Pretendieron justificar así las balas de nueve milímetros Parabellum que les clavaron, a quemarropa, por la espalda. Nunca hubo ni sospechosos ni pruebas. El olvido recubrió con un manto de silencio el crimen y dos niñitas de 5 y 7 años crecieron huérfanas. Fue en 1990, pero cuando COVITE les dedicó un homenaje, hace tres años, las dos hijas, adultas ya después de una infancia sin padres, revelaron la espantosa verdad: «Nunca nadie nos llamó, no supimos nada –decía Tamara–. Los sumarios estaban tirados como si sus vidas no valiesen nada. Mis padres no eran políticos ni empresarios, no eran importantes, sólo han sido un número más. Al menos ahora sabemos por los informes que aquello de lo que se les acusó era mentira».

No había drogas en los cuerpos, pero la droga de la calumnia funcionó en la sociedad. ETA se reputaba de «limpiar» la basura de Euskal Herria: traficantes, militares, policías, txakurras. Durante años, ser familiar de un asesinado tenía una doble pena: el dolor y la vergüenza. Los parientes aguantaban un cinturón de ostracismo, insultos en voz baja, señalamientos.

En los largos años de reportera he conocido casos asombrosos. Como el de la señora que me confesó que su hijo era pequeño cuando asesinaron a su marido guardia civil, pero que no le había dicho nada al chico hasta que alcanzó la mayoría de edad. Le contó que papá había muerto en un accidente de tráfico. Todo porque no lo despreciasen en el cole. Recuerdo el salón modesto, de muebles laminados de madera oscura y sofá de eskay. Las canas, las fotos de la familia enmarcadas junto a la tele. Cuánto sufrimiento en silencio, cuánto luto interno, cuánto desprecio.

Esta semana ha sido noticia que el esfuerzo de los famliares de Antonio Ramírez y su novia Hortensia Gonzalez, asesinados en Beasaín en 1979, ha conseguido que el juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno reabra el caso, pese a que el atentado en sí ha prescrito, 40 años después. El argumento del fiscal es que la pertenencia de los asesinos a banda armada no ha terminado. La decisión abre la vía para que 300 familias impulsen de nuevo las investigaciones de casos sin resolver, acontecidos en épocas donde el número semanal de atentados hacía imposible exámenes en profundidad de cada caso.

La oportunidad es preciosa para todos nosotros. Pongámonos de nuevo en el tiempo en que amanecíamos con el sonido de las bombas. Todavía recuerdo el estallido de la comisaría de San Blas. Era verano, tenía la ventana abierta y me tiró de la cama. Entonces nos jurábamos que no vencerían. Si dejamos que se marchen impunes, si no hacemos justicia, vencerán en cierto modo. Se llevarán no sólo el dolor de las víctimas, sino la copa de la vergüenza que les infligieron. Al crimen no puede sumarse el olvido.