
Aquí estamos de paso
Ustedes mismos
La disciplinada tropa de insultadores no deja un resquicio a la humanidad, propia o ajena
La disciplinada tropa de insultadores que considera gravísima afrenta racista señalar lo evidente de las atrocidades que un régimen ultranacionalista está cometiendo en territorio ajeno se aplica a su tarea con una determinación digna de encomio. Gracias entre otras a la tecnología que el estado de los ultranacionalistas ha contribuido decididamente a desarrollar, el genocidio que están llevando a cabo es el mejor documentado de la historia de la humanidad por mucho que sus ejecutores se esfuercen en silenciar a testigos de toda clase, ya sean periodistas, médicos, funcionarios de organismos internacionales o asociaciones y grupos de ciudadanos de su país hartos ya de la vertiginosa caída de sus líderes hacia la depravación moral que alcanzaron quienes hace menos de un siglo les convirtieron en víctimas de un espanto cuyos perfiles aún nos sobrecogen. La disciplinada tropa de insultadores ubica a quienes se duelen en público de la obra de sangre y muerte de los líderes ultras del país agresor, en el mismo estante de la historia de aquellos que les hostigaron y masacraron durante todas las épocas en que sufrieron persecución, que no fueron pocas. De hecho, son capaces de retorcer las cosas hasta el punto de considerar que recordar y reconocer su sufrimiento es una forma de reivindicarlo, entendida tal reivindicación como aplauso o deseo ferviente de que se repita, y estimar que haber sido víctimas no puede justificar que se conviertan en verdugos, una intolerable exhibición de racismo y de despreciable militancia en la ignorancia histórica y las leyes que rigen la convivencia de los pueblos. Si tienes el valor de poner ante sus ojos la evidencia del hambre que el país está sembrando en el territorio vecino y señalas la repugnante inmoralidad de comportamientos como detener los envíos de ayuda de supervivencia a sus habitantes o esos bailes con generoso menú frente a la frontera del territorio arrasado donde la gente muere poco a poco, su respuesta es, junto al insulto, que solo miras una parte, y que las víctimas fueron antes verdugos. Como si los niños, las mujeres y los hombres buenos que poblaban el lugar atacado, tuvieran en su debe la afrenta de haber disparado primero.
La disciplinada tropa de insultadores no deja un resquicio a la humanidad, propia o ajena, porque estima que mucho más atroz que las acciones del régimen con cuya amistad se deshonran, mucho peor que matar de hambre a seres humanos, bombardear hospitales o arrasar territorios enteros; mucho peor que impedir el acceso al agua, disparar a quienes se atreven a poner un pie en el mar, asesinar a seres desesperados que se agolpan en busca de comida; mucho peor que aleccionar a niños en el odio a otras razas, que exigir a otras religiones que dejen de exhibir en público sus propios símbolos, que censurar, mentir y manipular; más atroz que todo eso es precisamente denunciarlo, hablar de ello, señalarlo como un comportamiento brutal alejado del más mínimo sentido de lo humano. Recuerdan en su locura a quienes ellos señalan como enemigos como a quienes a lo largo de la historia lo convirtieron en un pueblo perseguido hasta lo insoportable.
Y cierro aquí esta columna con una confesión, la de la ira y el dolor con los que escribo mientras sigo contemplando las masacres, y al mismo tiempo la certeza de que a pesar del cuidado puesto en no citar, la disciplinada tropa de insultadores seguirá con su trabajo porque seguro que se va a reconocer.
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