Entrevista
«Comer ‘‘perfecto’’ no siempre es buena idea si hay autoexigencia»
Entrevista a Inma Borrego, especialista en salud digestiva y autora del libro «Lo que tu mente calla, tu intestino lo grita»
Diagnosticada de colitis ulcerosa en pleno momento de su vida en el que «lo hacía todo bien» (comía sano, dormía y entrenaba), Inma Borrego convirtió su enfermedad en la motivación para formarse en medicina integrativa. Autora de «Lo que tu mente calla, tu intestino lo grita», confiesa que «volver a estar bien no va solo de comer bien. Va de dejar de callarte lo que te está enfermando por dentro».
La colitis ulcerosa cambió su vida...
Al principio fue un mazazo. Me cuidaba mucho y aun así mi cuerpo me puso el freno de golpe. El diagnóstico llegó como un terremoto, pero también como una señal. No podía quedarme solo con la etiqueta médica. Necesitaba entender. Así que empecé a preguntarme qué estaba pasando en mi vida. Con el tiempo entendí que esa enfermedad no venía a arruinarme, sino a avisarme. Hoy la miro como una especie de barómetro: me avisa cuando me desconecto de lo que necesito. Y he aprendido a convivir con ella escuchando más a mi cuerpo y a mi vida.
¿Qué papel juegan las emociones en la salud digestiva?
Uno mucho más grande del que imaginamos. El aparato digestivo se encarga de los alimentos, pero también responde a cómo vivimos, cómo nos relacionamos, cómo nos sentimos. Lo que no puedes expresar con palabras acaba apareciendo en forma de hinchazón, reflujo, estreñimiento o dolor. Y no, no es casualidad. El intestino está en diálogo constante con el sistema nervioso, el inmunitario, el hormonal… y con la microbiota. Por eso, cuando vives en tensión o llevas tiempo callándote lo que duele… el cuerpo lo nota. Es su forma de avisarte.
¿Y cómo afecta lo que comemos a la salud mental?
Mucho y en las dos direcciones. Cuando estás estresado, tiendes a comer peor: con prisas, sin hambre real o buscando consuelo en cualquier cosa. Y al revés también: hay alimentos que te dan claridad, calma y energía, y otros que te dejan más revuelto. Uno de los grandes protagonistas aquí es la microbiota, porque produce sustancias que afectan al cerebro. ¿El problema? Que cuando se desajusta –porque la estás alimentando mal o no la cuidas–, estás más irritable, con menos energía, duermes mal, te cuesta pensar con claridad... Y no solo influye lo que comemos, sino cómo lo hacemos. Comer con prisa, saltarse comidas porque no te da la vida o seguir dietas restrictivas genera estrés que, mantenido, te desregula y te apaga por dentro. Por eso, cuidar cómo comes también es una forma de cuidar cómo te sientes.
¿Las vacaciones también alivian el intestino o puede ser contraproducente?
Depende mucho de cómo vivas ese descanso. Si de verdad paras y desconectas de las exigencias, tu sistema nervioso sale del modo supervivencia y por fin puede entrar en modo reparación. Y ahí es donde el cuerpo hace lo que sabe: digerir mejor, bajar la inflamación, regular el tránsito… Pero si te vas de vacaciones con la velocidad de siempre y esa sensación de que «tienes que» disfrutar cada segundo aunque por dentro estés agotado… eso no es descanso. Es exigencia disfrazada de relax. Las vacaciones pueden ser una oportunidad brutal para escucharte, porque aparecen cosas que en el día a día pasaban desapercibidas: cómo estás realmente, qué te pesa... Puede ser ese momento en el que por fin te preguntas si vas por donde quieres… y si no, empezar a hacer algo distinto.
Asegura que comer «perfecto» no siempre es tan buena idea... ¿Por qué?
Porque muchas veces ese «comer perfecto» no va de salud, sino de control. De intentar agarrarte a algo que sí puedes manejar cuando todo lo demás en tu vida se tambalea. Y claro, ahí el cuerpo no se lo cree. Puedes estar comiendo todo ecológico, sin gluten, sin azúcar… pero si lo haces desde la rigidez, la autoexigencia o el miedo, no va a funcionar. He visto muchas personas con dietas impecables que seguían con síntomas. Y no porque comieran mal, sino porque vivían tensas y eso, a la larga, agota. Cuando empiezas a sentirte más seguro y más conectado contigo, comes con más calma, más disfrute... Y curiosamente, ahí es cuando el cuerpo empieza a relajarse… y a digerir de verdad. No solo la comida. También la vida.
¿El ayuno intermitente ayuda?
Puede ser una herramienta increíble… siempre que se ajuste a tu vida y a tu ritmo. Bien planteado, le da un respiro al cuerpo, no más presión. Puede ayudarte mucho a bajar la inflamación, a reconectar con tus señales internas, a soltar el comer por ansiedad. Pero si lo haces desde la exigencia es justo lo contrario a lo que necesitas. Por eso insisto en personalizar. Cuando dejas de forzar al cuerpo y empiezas a escucharlo de verdad… el ayuno no solo ayuda a tu digestión, también ordena por dentro muchas otras cosas.
¿Deberíamos enseñar desde niños estos conocimientos para ser adultos sanos?
Sí, sin duda. Y cuanto antes, mejor. Si desde pequeños aprenden a escuchar su cuerpo, a entender qué les pasa por dentro y a expresar lo que sienten sin miedo, les damos herramientas que les sirven toda la vida. Muchos de los síntomas que aparecen en la edad adulta tienen raíces en la infancia. Por eso es clave enseñarles a no tragarse lo que les hace daño (ni literal ni emocionalmente), a saber cuándo parar, a entender lo que sienten y a confiar en ello. Y no hace falta dar grandes lecciones. Cuando un niño ve que en casa se cuidan, se respetan, se dan permiso para descansar… lo aprende. Y con el tiempo eso se traduce en menos ansiedad, menos inflamación y una relación sana con su cuerpo.
¿Un consejo final?
Diría que si sientes que algo no va bien… para un momento. Porque cuando vamos con prisa, todo se tapa. El cansancio, los síntomas, las emociones… hasta las señales del cuerpo. No hace falta irse a meditar al Himalaya. Basta con parar cinco minutos, respirar y preguntarse: «¿Cómo estoy hoy?». Para eso escribí el libro. No para dar más tareas, sino para ayudar a ver con otros ojos lo que te está pasando.