
Educación
La palabra que usamos para dirigirnos a nuestros hijos es completamente antieducativa
Llamar por este término a un hijo, aunque se diga con cariño, puede alterar la relación, debilitar los límites y generar consecuencias emocionales negativas

Muchos padres, con la mejor intención, llaman a sus hijos “mi mejor amigo”. La frase suena tierna, moderna y cercana. Sin embargo, detrás de esa aparente inocencia se esconde un problema: al nombrar así a un hijo, el rol paterno se desdibuja y la relación se convierte en algo distinto a lo que un niño realmente necesita. Diversos expertos en salud mental advierten que esta costumbre, lejos de fortalecer el vínculo, puede resultar antieducativa.
Por qué no deberíamos llamar “amigos” a nuestros hijos
De acuerdo con la consejera de salud mental Holly Humphreys, “no tiene nada de malo pasar tiempo con tu hijo o hija y divertirte con él o ella. Es genial”. El problema aparece añade cuando empezamos a llamarlos “mejor amigo”, porque es entonces cuando los límites se difuminan.
La trabajadora social y coach de ansiedad Carrie Howard insiste en lo mismo: “Nuestros hijos nos necesitan como padres para sentirse seguros, no como compañeros o amigos de los que burlarse”. Según la especialista, cuando los roles se confunden, resulta más difícil establecer normas y educar con disciplina.
El riesgo de la parentificación
Cuando un niño empieza a ocupar el papel de confidente o apoyo emocional del adulto, se produce lo que se conoce como parentificación, aquí el menor se siente responsable de cuidar a sus padres en lo emocional o incluso en lo práctico.
La trabajadora social Kyndall Nutt advierte que los niños “no están preparados para ser nuestro principal apoyo emocional. Sus cerebros ni siquiera están completamente desarrollados para eso”. Cargarles con ese peso desvía su atención de lo que realmente importa, su propio crecimiento, sus amistades y su desarrollo emocional.
Consecuencias de un rol invertido
Convertir a un hijo en un “mejor amigo” puede provocar que:
- No acepte reglas ni límites con claridad.
- Se sienta obligado a cargar con preocupaciones que no le corresponden.
- Arrastre inseguridades y culpa en sus relaciones futuras.
- Experimente soledad al no contar con padres que actúen como referentes estables.

Estas dinámicas no solo afectan a los niños pequeños. También se trasladan a la edad adulta, donde el desequilibrio entre padres e hijos puede mantenerse, especialmente cuando hay apoyo económico de por medio o una dependencia emocional marcada.
Señales de que se han cruzado los límites
La psicóloga Van Ness apunta que se han roto los roles cuando un padre o madre empieza a:
- Compartir problemas de pareja con el hijo.
- Pedirle que tome partido en disputas familiares.
- Sentir celos de sus amistades o relaciones.
- Depender de su compañía para mantener la estabilidad emocional.
En todos estos casos, el hijo deja de ser hijo para convertirse en confidente o cuidador, lo cual nunca debería suceder.
Cómo reparar la relación
Si un padre identifica que ha cruzado esa línea, no significa que sea “un mal padre”. La mayoría nunca recibió herramientas para gestionar las emociones o para construir límites claros. Lo importante es reorientar el vínculo:
- Crear una red de apoyo con adultos (amigos, pareja, terapia).
- Evitar compartir con el hijo cargas emocionales que no corresponden.
- Recordar que la relación padre-hijo no es de iguales, sino de guía y protección.
Roles responsables
Llamar “mejor amigo” a un hijo puede sonar entrañable, pero es un error educativo. Los niños necesitan padres que los acompañen, los protejan y les den seguridad, no compañeros de confidencias ni cómplices emocionales. La clave está en mantener un vínculo cercano y cálido, sin olvidar nunca que la responsabilidad y el rol adulto son insustituibles.
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