Crítica
“Euphoria”: o por qué el sexo y las drogas no maridan con la culpa
Tras dos años de parón y un especial navideño, la serie de HBOMax madura con una segunda temporada más cruda, cínica y mucho más entretenida
Todo parece un recuerdo obnubilado, casi a medio camino entre lo onírico, lo lisérgico y el adjetivo esdrújulo de su conveniencia. En 2019, el bueno de Sam Levinson revolucionó la pequeña pantalla con un guion atrevido, una historia sobre la adicción y dos elementos clave: el rostro de una niña Disney –la omnipresente Zendaya– y la dirección de fotografía de Marcell Rév, quien rodó la serie en película Kodak, a la antigua usanza y dejándose llevar por una iluminación natural que nos mostrara el camino de la afición por las drogas de Rue, su protagonista. La primera temporada de «Euphoria», en apenas ocho capítulos, fue capaz de epatar con espectadores de todos los públicos y se hizo con tres premios Emmy y unas cuantas decenas de terribles imitadores. Tres años, una pandemia mortal y un especial navideño después, «Euphoria» vuelve a HBOMax con su segunda temporada, de la que se estrena hoy su segundo capítulo y que nos llevará hasta finales de febrero prometiendo más crudeza en su acercamiento al sexo, más verdad en su definición de la drogodependencia y, por supuesto, mucho más drama “teen”.
Lo cínico de la desidia
Tras mostrar una sobredosis, una violación y los primeros vaivenes de un maltratador en potencia, ¿qué le queda a «Euphoria»? Las consecuencias, parece responder Levinson con la nueva tanda de ocho episodios. Si la primera temporada de la serie se apoyaba sin vergüenza en el valor del «shock», la segunda lo hace hasta con orgullo en el estrés postraumático. No se trata de cuestionar el contexto de Rue, huérfana de padre y adicta, o el de Jules –fantástica de nuevo Hunter Schafer– como transexual que tontea con la prostitución. Se trata de exponer a sus personajes en base a sus decisiones personales y a las relaciones de dominación o subyugo que eligen libremente ejercer. Como si lanzara una especie de respuesta al psicoanálisis, Levinson se desentiende de la ética y explota las debilidades de sus personajes, casi, hasta el paroxismo.
Por supuesto, la experiencia adolescente tipo tiene poco que ver con la de los chavales de «Euphoria», capaces de escribir un musical en unas semanas, montar una red de trabajo sexual en digital o no dedicar ni una sola tarde a los deberes de mates, pero es precisamente ahí donde radica la gloria creativa de la serie, en disfrutarse a sí misma como néctar y ambrosía de la desidia cínica que acompaña a esa edad a la que (algunos elegidos) desearían volver. Contra el pensamiento hegemónico, «Euphoria» no es una serie diseñada para la Generación Zeta, sino para aquellos cuyos mejores días ya quedaron tiempo atrás.
Así, el enfoque de los capítulos nos deja ver mejor a Lexi (Maude Apatow), como una oyente madura y desubicada de hiper-pop que sueña con ser dramaturga; o apuesta por sexualizar hasta la náusea a Cassie (Sydney Sweeney); porque «Euphoria» no es un anhelo, es más bien un remordimiento y una revisión en clave de «culebrón» glamuroso de todas las adolescencias patéticas que no pudieron ser.
Esa culpa, adquirida por acto o por infección, como si fuera una ETS, se manifiesta en toda su inmensidad y brillantez llegados al tercer capítulo, quizá lo mejor que haya firmado nunca Levinson y que podría funcionar a las mil maravillas como un mediometraje por sí mismo. La familia de Nate (nuestro «vasco» Jacob Elordi) es la protagonista de una revisión en firme, y del primer «flashback» que, sin pecado previo, se permite la serie. Más allá de las percepciones ligeras, de la entrega total de la serie a la confianza en la suspensión de la incredulidad del espectador o a su mezcla siempre problemática de sexo y violencia explícita, el mérito de «Euphoria» pasa por su huida de lo sacro y, a la vez, por su aceptación del rito: se deja ver desde lo cínico y la diversión, pero también desde el púlpito del televisor.
✕
Accede a tu cuenta para comentar