VIAJES

Asjabad, una perla blanca en Asia Central

La capital del segundo país más restringido del planeta conmociona al visitante con el brillo de sus edificios de mármol blanco

Palacio de ceremonias en Asjabad.
Palacio de ceremonias en Asjabad.Han Muhadpixabay

Se habla mucho de las excéntricas prohibiciones que el gobierno de Turkmenistán impone a sus desdichados súbditos, restricciones que pasan por no poder comprar una cajetilla de tabaco, dejarte barba si eres menor de cuarenta años o peor, llevar tu coche sucio. Esta retahíla de absurdismo ha provocado que hoy conozcamos Turkmenistán, uno de los países más herméticos del mundo y enriquecido hasta la saciedad gracias a sus yacimientos de gas y petróleo, como “la república del capricho”. La dictadura de su presidente Gurbanguly Berdimuhamedow incluso se compara últimamente con la de Corea del Norte.

Pero hoy vamos a ser sinceros. Y lo dice uno que ha podido visitar este país estrafalario y comprobar de primera mano los rumores que circulan sobre él. La realidad es que, a la hora de hablar de Turkmenistán, nos referimos a un estado con una superficie ligeramente inferior a la española y una población que no supera los seis millones de habitantes, a una enorme extensión de terreno dominada por el desierto rojo y pardo de Karakum. Decenas de pequeñas poblaciones salpican el desierto absolutamente aisladas. Yo he fumado en la calle de estas poblaciones mientras hablaba con hombres barbudos de treinta años junto a sus coches cubiertos de láminas polvo. La dictadura turcomana palpita con fuerza en el núcleo que es su capital; a medida que nos alejamos de ese núcleo poderoso, las prohibiciones absurdas se difuminan, hasta que llegamos al desierto y nadie se preocupa demasiado por quien limpia su coche o se fuma un pitillo mientras observa la vida pasar.

La ciudad de mármol

Vista aérea de las afueras de Asjabad.
Vista aérea de las afueras de Asjabad.Maurice Branddreamstime

Los clichés que pululan en las redes sobre Turkmenistán deberían centrarse exclusivamente en su capital. Aunque en los últimos años las restricciones parecen haberse suavizado porque también pude fumar pitillos y comprar tabaco en Asjabad. Sin embargo al entrar en esta ciudad plagada de extrañezas nuestra memoria parece tirar de un hilo atrancado en nuestro subconsciente, y súbitamente experimentamos sensaciones similares a las que viviría un bárbaro hispano al visitar Atenas por primera vez durante la antigüedad. Porque al hablar de Asjabad, allí conocida como “la ciudad del amor”, nos referimos a la ciudad del mundo con una mayor cantidad de mármol blanco en sus edificios, y el color blanco lo ocupa todo: colorea rabiosamente las nubes del cielo que nunca se deciden a descargar su lluvia, mancha los edificios de formas esperpénticas hasta donde alcanza la vista, los coches en su amplia mayoría son blancos, la ropa de los transeúntes es blanca. No fue hasta 2018 cuando Berdimuhamedow permitió a sus súbditos adquirir vehículos que no fueran de color blanco, siempre y cuando nadie arriesgara con tonos como el rojo o el negro, en cuyo caso siguen prohibidos. Jugar al coche amarillo en Asjabad es un puñetero infierno.

Esta ciudad inmensa de 830 km2 – donde Madrid apenas roza los 600 km2 – no tiene más de un millón de habitantes y la discordancia entre la superficie y su población se hace patente desde el mismo instante en que nos zambullimos en ella. Aparentemente vacía. Termina el desierto ocráceo con la brusquedad de un puñetazo y aparecen decenas de monumentos conmemorando decenas de victorias militares que nadie reconoce con claridad, estatuas de oro y bronce de héroes cuyos nombres nos suenan obtusos, y los edificios blancos adquieren formas de todo tipo, enmarcadas por pulcras carreteras de asfalto que parece que apisonaron ayer. Pero no vemos una persona, nadie. Haría falta abrir los ojos con todas nuestras fuerzas y levantar los bloques de mármol blanco para encontrar allí escondidos y sentados en corro, mesándose las barbas y fumando cigarrillos, a los habitantes de una capital semiabandonada y aislada del mundo cuyo ajetreo es comparable con el de un pueblo en el Pirineo aragonés.

Un retorno al estado salvaje

¿Y por qué ir a Asjabad? ¿Cómo se me ocurre siquiera recomendarlo? Bien, es una ciudad única. Jamás verá el lector tanto esplendor y tanto mármol centellando, ni siquiera en sus sueños más salvajes podría imaginar las formas de sus edificios y la atmósfera, entre acobardada y desganada, que respiran sus amables habitantes. Creo que todo europeo que lea el periódico puede asombrarse al visitar un país que le han señalado como puro autoritarismo, solo para encontrarse con lugareños cargados de una bondad y una hospitalidad sobrecogedora. Viven entregados a su suerte endemoniada, podrá ser, pero abrazan con verdadera felicidad a cualquier extranjero que se moleste en pagarles una visita.

Miles de ciclistas acudieron a la inauguración del Monumento a la Bicicleta en Asjabad, Capitál de Turkmenistán
Miles de ciclistas acudieron a la inauguración del Monumento a la Bicicleta en Asjabad, Capitál de TurkmenistánRedes

Cada vistazo en el país nos arranca un suspiro de admiración. Por ejemplo al ser testigos de los 95 metros de altura de su Monumento a la Neutralidad, una barbarie de la arquitectura que pretende conmemorar la neutralidad de Turkmenistán en los asuntos internos de otros estados, que garantizó la asamblea de las Naciones Unidas en 1995. Así Turkmenistán se convirtió en algo parecido a Suiza en Asia Central. A cambio, ningún país se molesta en interceder en los asuntos internos de la segunda dictadura más represiva del mundo.

Un viaje a Asjabad y Turkmenistán en su conjunto equivale a una aventura inigualable. Por lo extraño de sus formas y la bondad de sus habitantes, porque viajar supone precisamente saltar la barrera que separa nuestro mundo acogedor de los desiertos remotos. Para volver a ser bárbaros por una semana, brutos hispanos arrastrados hacia tierras lejanas, y maravillarnos sin tapujos con la grandilocuencia caprichosa de esta ciudad blanca.