Viajes
La isla de esclavos más lujosa del mundo
El suelo de Zanzíbar tiembla por la presión de tantos acontecimientos que ha vivido, entre guerras y revoluciones, hasta convertirse en un destino idílico para los amantes del lujo
La mejor manera de llegar a Zanzíbar es en avioneta. Permite al viajero obtener una excelente vista panorámica del entorno que se dispone a visitar; separamos las diferentes tonalidades de azules que hoy nos quiso mostrar el mar, ese líquido caprichoso, y vemos muy pequeñas, como motas de polvo los islotes minúsculos que hacen de bonita muralla alrededor de nuestra isla. La avioneta es zarandeada por una corriente del aire y desciende unos pocos metros de sopetón, entonces tememos no llegar nunca a nuestro destino y el miedo que se apodera de nosotros hace la aventura más excitante y real, más palpable al reconocer que a ese mar de allí abajo puede antojársele masticarnos. Sin embargo estaba todo controlado, casi todo. Aterrizamos en una de las minúsculas pistas del aeropuerto de Kisauni y ya no tenemos miedo.
Cuando pisamos por primera vez esta isla extraordinaria podemos sentir un ligero temblor en el suelo que fluye hacia nuestros pies. Parece rebosar de algún tipo de energía. Como a punto de estallar.
Tierra sin barbecho
Este temblor se explica por la multitud de acontecimientos que se han dado en el reducido espacio de esta isla situada al este de Tanzania, habitada desde hace tanto como 20.000 años, y la tierra de Zanzíbar nunca tuvo tiempo para descansar entre uno y otro acontecimiento, no ha podido disfrutar de una sola primavera de barbecho. El suelo que pisamos ahora parece estallar, incapaz de guardar dentro tantos sucesos. En lugares como este podemos detenernos a pensar y reconocer que, en el mismo milímetro de terreno, han ocurrido decenas de situaciones, cientos, y todas ellas, desde la más violenta y visceral hasta una que fuera digna de plasmar en una postal, pudieron ocurrir en un punto exacto. Sin posibilidad a error.
Por ejemplo si cruzásemos un portal imaginario y retrocediésemos al siglo V d. C, podríamos observar una isla gobernada por una mayoría bantú donde el comercio entre tribus africanas de la región se desarrollaba con energía. Los bantúes eran sagaces y expertos comerciantes. Pero luego si pegásemos un gracioso brinco hacia delante y aterrizásemos de pie en el siglo IX, encontraríamos en sus callejas de adobe multitud de persas, árabes e indios vestidos con ropas de lino blanco y regateando fieramente los precios con los astutos bantúes. Enormes montones de marfil se acumularían en una esquina del mercado, sacos inflados como globos con pepitas de oro pasarían de las manos africanas a las asiáticas, el ámbar plateado refulgiría antes de ser cargado en los barcos. Nos sorprendería encontrar en Zanzíbar, tan lejos en apariencia del mundo desarrollado y globalizado, uno de los mercados más importantes de África oriental, y nos asombraría comprobar cómo lo que fue una pequeña isla destinada al comercio local y habitada por personajes sencillos se transformaba lentamente en un ostentoso destino para los mercaderes más acaudalados de Oriente Medio.
A principios del siglo XVI apenas podríamos haber visto un carajo. Con tanta pólvora y tanto barro y los gritos de dolor que colorean el aire de bermellón. No sería hasta que se disipase la cortina gris que veríamos al hombre blanco. Al poderoso portugués que se hizo con Zanzíbar durante dos siglos. Apéndice: aquí comienza la esclavitud en Zanzíbar, y su puerto que antes servía para enriquecer a los bantúes con la venta de marfil ahora se utiliza para comerciar con los propios bantúes. Los árabes que hasta ahora no habían sentido necesidad alguna de participar en el negocio más sucio del ser humano se suben también al carro. Dos siglos después, una mayoría árabe (que había migrado a Zanzíbar atraída por su clima tropical y agradable) se hace con el poder y la isla pasa a formar parte del Sultanato de Omán. La esclavitud en la isla alcanza entonces límites vergonzosos y hasta 50.000 esclavos salían de los puertos de Zanzíbar cada año a mediados del siglo XIX.
Tierra regada con sangre
Claro que los bantúes que habían conocido el sabor fresco de la libertad se rebelaron una vez detrás de otra contra el poder del sultanato. Revueltas de esclavos apenas organizadas y vestidas con armamento de juguete, que eran rápidamente erradicadas por las tropas árabes y que se saldaban con centenares de muertos cada vez, revueltas inútiles que no hicieron sino abnegar todavía más la tierra hinchada y temblorosa de Zanzíbar.
En 1890 la isla pasó a convertirse en un protectorado británico. Luego los ingleses instaron al sultán Khalifa bin Said para que aboliese la esclavitud, allí, en Zanzíbar, en el que se había convertido en el puerto de esclavos más importante de África oriental. Esto no gustó a los árabes, se dará por sentado; incluso ocurrió una breve guerra de 38 minutos entre los árabes que pretendían mantener su poder y los ingleses, la guerra Anglo-Zanzíbar, que a día de hoy es considerada como la guerra más corta de la Historia.
Y ya cuando la esclavitud había sido abolida y parecía que los zanzibaríes se disponían a disfrutar de un largo periodo de paz... ¡pum, pum! En 1963 los ingleses conceden la “independencia” a la isla, deshaciendo el protectorado y devolviéndole plenos poderes al sultán, y los descendientes de los bantúes que han malvivido durante siglos pisoteados y vapuleados como perros a manos de los árabes y europeos dicen que hasta aquí hemos llegado, y en 1964 salen a miles a la calle, armados con horcas y machetes y revólveres y cuchillos y palos, y comienza una matanza escalofriante que no termina hasta que 20.000 asiáticos, entre indios y árabes, se extienden muertos en el suelo. Este suelo que palpita fuerte y parece a punto de estallar. Y después de cinco siglos de ocupación y humillación, Zanzíbar vuelve a ser libre.
Zanzíbar hoy
Con esta retahíla de ambiciones y muertes no pretendo expresar el mensaje evidente de que a los africanos les han dado por todos lados desde hace siglos, esto ya lo sabíamos. Pero sí me gustaría que el lector sea consciente del suelo que anda pisando cada vez que aterriza en un nuevo destino. Y este fue un ejemplo pero podría darse en casi cualquier lugar del mundo, si no cualquiera. Vaya donde vaya estará visitando un territorio que durante siglos sufrió toda clase de tejemanejes y nosotros hemos nacido en el momento en que se ha cubierto con una gruesa capa de asfalto la tierra mutilada para que quede como nueva. Y aquí paz y después gloria. Ocurre también en España, en China, en Japón, en cualquier lugar.
Es increíble, casi siniestro. En la misma playa donde hoy podemos disfrutar de un mojito por cortesía del Azao Resort & Spa - un hotel excelente, por cierto, lo recomiendo - sabemos con absoluta certeza que se llevaron a cabo vejaciones de todo tipo a los esclavos. Quizá fue cerca de aquella palmera donde pisaron las primeras suelas de hierro portuguesas antes de comenzar a expoliar. Puede ser que durante un paseo por Stone Town en la actualidad nos encontremos con una pequeña ciudad de corte subsahariano, hinchada de colorido por la influencia hindú y con alegres músicos callejeros entonando canciones de tambor que parecen una mezcla de las celebraciones de sus antepasados lejanos y los cánticos esclavos. Pero en la plaza del mercado de esclavos de Stone Town ocurrieron actos espantosos. Hoy cuenta con un museo para explicarlo todo. Y allí está la casa en la que nació Freddy Mercury pintada de amarillo, un destino obligado para los amantes de su voz, pero Freddy Mercury era de ascendencia pakistaní y tuvo que huir con toda su familia tras la revolución de 1964.
Un viaje a Zanzíbar hoy equivale a visitar el paraíso. Sus locales son muy amigables, por fin libres, y las estancias en los hoteles y los paseos organizados por la isla aportan una serie de experiencias formidables que cabalgan entre el lujo y la aventura. El suelo palpita y nos impresiona. Pero convendría saber, ya sea para apreciar la época extraordinaria que nos ha tocado vivir, o simplemente para conocer en profundidad el terreno que andamos pisando, que visitar Zanzíbar dos siglos atrás equivalía a visitar el infierno. A mí me impresiona pensar este tipo de cosas cuando viajo. Cuando parece que el paraíso y el infierno pueden transmutar con tanta facilidad con que se le da la vuelta a una tortilla, aunque utilicemos los mismos huevos que conforman esta tierra temblorosa, aunque hayan hecho falta litros de sangre capaces de atragantar un mar. Es muy fuerte, como diría Marty McFly. Nos concede una oportunidad para reflexionar cada vez que viajamos a la isla de esclavos más lujosa del mundo.
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