Buscar Iniciar sesión

Arder como Jerry Lee Lewis

Una alucinante biografía se adentra en la conciencia de la leyenda de la música más atribulada, salvaje y autodestructiva.
larazon

Creada:

Última actualización:

Por encima de todos los mitos que se cantan en el rock and roll hay uno: el de la redención. Bajo ese signo ha transcurrido siempre la vida de Jerry Lee Lewis (Lousiana, 1935), que hizo arder su piano y se quemó a sí mismo en las brasas de su conciencia, como cuenta de inigualable manera Nick Tosches en «Fuego eterno (Hellfire)» (Editorial Contra), la icónica biografía del pionero del rock.
Lewis nació en una extraña familia plagada de relaciones de consanguineidad, una de esas en las que un hombre podía tener un cuñado de tres años o terminar siendo su propio tío. Su padre pasa un par de veces por la cárcel, aunque no es en absoluto un mal hombre, sino que destila su propio alcohol y esas cosas, lo que hacen los tipos rudos dedicados al campo. Dos de los hermanos de Jerry Lee, más virtuosos que él, fallecen por desgracias que la extensa familia explica como una maldición y por ello se vuelcan en una iglesia pentecostal. Todos los miembros del clan profieren oraciones contra Satán en un idioma que el niño Jerry Lee no comprende cuando una noche les sorprende en plena ceremonia. Sus tías se arrastran por el suelo, poseídas, sus tíos gritan desencajados. Ninguna palabra se pronuncia en inglés. Lloran, patalean, giran sobre sí mismos. Tosches describe los ambientes del sur, los pantanos y la superstición formando una opresiva atmósfera.
En estos años, el joven Jerry Lee aprende a tocar en el mismo piano que su primo Jimmy Lee. Sus vidas tomarán caminos diametralmente opuestos, cargados de un enorme simbolismo. Mientras Jimmy Lee construye un altar, olvida el inglés y reza al Espíritu Santo en una arboleda, el joven Jerry Lee se escabulle por las cantinas ilegales donde los negros que irán al infierno apuran whiskies de cien grados. Éste es su compromiso educativo: husmear y escuchar esas canciones extrañas para tocarlas en el piano. La vida del artista está plagada de un material novelesco y el estilo de Tosches hace dudar de que en el fondo no lo sea.
El primo «malo» trató de enderezarse toda la vida. Buscó una universidad cristiana que le alejase de los tugurios y todo iba más o menos bien hasta que un día le invitan a tocar en una ceremonia religiosa. Comenzó a interpretar la pieza cada vez más deprisa, convirtiendo sin que nadie note el cambio el tema espiritual en otra cosa, con una mano «boogie woogie» y la otra pegada al rigor de la tonada. El pastor le lanzaba miradas de reprobación pero él continuaba alterando la partitura. Hasta que un estudiante lanzó un alarido de gozo. Y luego otro, y otro. Y otro. Expulsaron a Jerry Lee. A pesar de todo, él tratará de ir por el buen camino, junto a su primo, que predica por las esquinas pueblo a pueblo que Norteamérica está sumida hasta la cintura en el pecado. Duró poco viviendo así. Se divorció y se casó y se volvió a divorciar. Ya sólo quería dedicarse a la música. Tocaba en The Wagon Wheel y en The Blue Cat Club, donde todos los vicios se daban a la vez. Allí dio comienzo la leyenda del pianista más salvaje de la historia y también descubrió los comprimidos de 15 miligramos de bencedrina, «las pastillas mágicas» que pasó años tragándose a puñados. Jerry tenía 21 años y no sabía hacer otra puñetera cosa que tocar el piano y meterse en líos. Y cuando su hijo le anunció que se iría a Memphis a ver al hombre que descubrió a Elvis, Elmo Lewis tomó el dinero que sus gallinas habían producido durante todo el año y llevó a Jerry Lee a Sun Records.
El diablo detrás
En la mítica casa de discos de Memphis (Tennessee) obtuvo el éxito con «Whole Lotta Shakin’ Going On» y especialmente con «Great Balls of Fire», que se convirtió en el disco más vendido de la casa, por encima de todos los de Elvis, con quien parece que puede rivalizar, especialmente en ese momento, con el Rey sirviendo en el ejército americano. Los cheques que llegaban a casa de Jerry Lee tenían tantos ceros como su cartilla de la escuela y, sin embargo, el joven ve al diablo detrás del rock & roll y de toda su vida. Sufre un peso terrible de la noción del pecado. Además, la presencia de su prima de 13 años Myra Gale le vuelve loco. El padre de la niña toca en la banda de Jerry Lee y, a pesar de todo, un día se escapan y se casan en secreto. Hasta en una familia como la suya, el enlace era polémico, pero al final las aguas se calmaron.
En 1958 ocurrirá una de esas escenas icónicas de la historia del rock. Jerry Lee estaba en el cénit y le propusieron una gira junto a Buddy Holly y Chuck Berry. Sin embargo, «The Killer», como ya empezaban a conocerle, se enfadó porque tendría que actuar en penúltimo lugar y dejar que Berry, más veterano, clausurase el show. Cuando estaba acabando su turno, rojo de ira y desencajado, sacó una botella de coca-cola llena de gasolina y, sin dejar de aporrear las teclas, encendió una cerilla con una mano. Jerry lee siguió interpretando «Great Balls of Fire» mientras el piano se consumía en llamas encarnando su rostro. «Chúpate esa, negro», le dijo a Berry, aunque luego se hicieron amigos. Después llegó la gira por Inglaterra, cuando se desencadenó la famosa polémica por su matrimonio con una menor, que la prensa sensacionalista llevó hasta tal extremo que Jerry Lee tuvo que cancelar el tour y regresar a casa. Pero la llama de la polémica no cesaba en su propio país y decidió esconderse. Allí comenzó la primera de las largas noches de la vida del músico, que vio a su hijo ahogarse en su piscina medio vacía y mohosa, comenzó a pegar a su mujer y a culparle de sus propios pecados, y a beber y a tragar pastillas al galope.
Condenado a existir
Sun Records había desaparecido y, a pesar de todo, Lewis publicó una decena de discos. Ninguno entra en las listas. Para colmo, unos tipos llamados The Beatles estaban acabando con el rock & roll. Tosches relata en un párrafo descomunal lo que pasó a continuación: «La priva y las pastillas despertaban el infierno que llevaba dentro y le hacían proferir espantosas carcajadas. A veces se replegaba tras su propia sombra, rumiando todo género de cosas: abominables, indecibles y peores. A veces acechaba, despotricando con repugnante omnipotencia e impartiendo órdenes (...). Él era ‘‘The Killer’’ y era inmortal, condenado a existir mientras hubiera un bien y un mal entre los que estar desterrado y agonizar».
«The Killer» pasó centenares de noches matándose. Cuando quería ir de fiesta, toda la banda tenía que ir con él o, de lo contrario, no cobrarían. Y a veces podía aguantar cinco días seguidos. Durante años vivió atenazado por la mala conciencia y trató decenas de veces de dejar esa vida, pero siempre fracasó. Se divorció de Myra Gale y se volvió a casar. Era su cuarto matrimonio y duró dos semanas. Desde el sótano de su carrera, por un azar, grabó un disco country, «Another Place, Another Time». Contra todo pronóstico, fue el segundo mayor éxito de su carrera. Compró aviones y ranchos y pagó condenas de demandas perdidas: pensiones alimenticias impagadas, aseguradoras, conciertos cancelados e incluso la indemnización por golpear a un listo con el pie del micrófono en la cara. Irrumpió armado en la casa de Elvis.
Un día, vio a su primo por televisión. Había grabado siete álbumes de música gospel. «Odio contestar al teléfono –dijo Jimmy Lee, el predicador–. Porque sé que será alguien para decirme que Jerry Lee ha muerto». Lewis vive todavía. Con toda seguridad, el diablo no le quiere aún a su lado. Y eso hay que celebrarlo.