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Carlos II, el rey peor tratado por la historia

La figura del monarca ha estado siempre rodeada de relatos sostenidos en fuentes poco verosímiles. Sin embargo, entre otros muchos puntos positivos, construyó un ejército muy superior a los que había en la época, como se detalla en el libro del profesor de la universidad de pavía Davide Maffi, «Los últimos tercios»
Pablo OuterialDesperta Ferro Ediciones
La Razón

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No son pocas las ideas sobre la Historia de España que nacieron en el siglo XIX y que aún se dan por verdades absolutas. En otras palabras, la Historia de España, construida en el siglo XIX sigue aún viva. Fue durante el XVIII y el XIX durante los que se arremetió inmisericordemente, más literaria que históricamente, contra el XVII y sobre todo contra sus reyes, aquellos «Austrias menores». No hace aún medio siglo (¡pero hace medio siglo!) que se empezó a dar la vuelta al reinado de Carlos II en cierto modo al dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que si el reinado de Carlos II fue tan catastrófico y la situación de España tan calamitosa se pudo soportar la Guerra de Sucesión sin una fractura monumental de la Monarquía en España o sin independizarse las Indias? Acaso la Monarquía aún seguía impresionando por Europa, aunque no llevara ya el timón de los asuntos de la Cristiandad, la cual, por otro lado, ya había mudado de piel. También es de capital importancia el cómo se está escribiendo una nueva historia militar de España fuera de soflamas.

Soberbia resistencia

Este es el escenario que ha descrito Davide Maffi en «Los últimos tercios. El ejército de Carlos II». Todo el libro está lleno de matizaciones y explicaciones sorprendentes a las ideas extendidas desde el siglo XIX para intentar desterrar así muchos tópicos o plantear espacios de debate. Desde un punto de vista formal, el libro tiene 356 páginas, de las que 23 son de bibliografía, un encarte de imágenes en color, 1.277 notas al pie de página (que desgraciadamente van al final de los capítulos) e innumerables mapas, cuadros y otras reproducciones de grabados, todo ello tan propio de la excelente calidad editorial de Desperta Ferro.
El autor es profesor en la Universdidad de Pavía y gran conocedor de los archivos españoles (¡cuántas vidas ha pasado ya en Simancas!), así como bien conocido en el mundo científico de la Historia Moderna en España: por sí mismo, por su carácter, pero también por la calidad de sus investigaciones. Su capacidad de trabajo es sorprendente. Se mantiene en forma: por ejemplo, recientemente, con su «En defensa del Imperio»: los ejércitos de Felipe IV y la guerra por la hegemonía europea (1635-1659) de 2014 marcaron un hito historiográfico sobre los ejércitos de Felipe IV (sorprendente e importantísima obra), al que han seguido otros escritos y coordinaciones de obras colectivas de indudable calidad (habitualmente, junto a García Hernán), orientado casi todo hacia el ejército de Felipe IV y sus dirigentes, o a la presencia de aristócratas italianos entre los mandos militares de la España de los Borbones.
«Los últimos tercios» está dividido en cuatro capítulos de muy buena factura. En el primero de ellos, «La Monarquía en guardia: las guerras europeas», se explican las circunstancias que rodean la participación de los ejércitos de Carlos II desde que recibe la herencia de su padre hasta el final del reinado, explicando pormenorizadamente cada una de las guerras, su desarrollo y culminación con las diferentes paces. Predomina en el autor la idea de la «soberbia resistencia» española por todas partes contra Luis XIV. El segundo capítulo está dedicado a «Los ejércitos reales» y en él se trata tanto del arte de la guerra en el periodo como de los demás asuntos que comento.
El arte de la guerra, la poliorcética, la maneja con soltura el autor para subrayar que no fueron solo los ingenieros franceses, o solo Vauban los que introdujeron novedades en la fortificación de plazas, sino que las defensas en Flandes y Milán, realizadas por ingenieros españoles o al servicio del Rey Católico, eran admiradas por todos. Igualmente, la creación de cuerpos de ejército de ingenieros militares en los tercios de Flandes antes que en otras partes de Europa y así sucesivamente. Es muy de destacar lo dedicado a las operaciones de apoyo, a la «pequeña guerra», a las guerras de desgaste propuesta ya por Alba a Carlos V.
Mas en este capítulo es también fuente de su interés el averiguar aun a pesar de las grandes dificultades para hacerlo (y sobre todo que no es lo mismo un soldado alistado que uno con capacidad de combate) el número de soldados de la época para concluir que aunque en la Península no había un ejército permanente, por muy paradójico que parezca, el número de soldados movilizados en los territorios del Imperio español era de unos 100.000 hombres, de los que alrededor de 60.000 estarían entre Bruselas, Milán y Cataluña. El diálogo con las cifras continúa en los apartados siguientes, pues el binomio demografía-potencial de reclutamiento era una constante entonces. El capítulo tercero está dedicado a «Los soldados del rey». Se interesa, por un lado, en cómo un civil se integraba en los ejércitos reales, o cómo se pasó de las reclutas –de los distintos tipos de recluta– al sistema de asientos, o lo que hoy podríamos llamar la externalización de la incorporación de soldados.
Más adelante aclara la permanencia en los ejércitos del rey de España de «extranjeros», o naturales de otras partes del Imperio, proponiendo conclusiones tan sorprendentes como las del cuadro de la página 253 (y los cuadros siguientes). Y el cuarto capítulo está dedicado a «La carrera de las armas». Aunque es innegable el proceso de desnaturalización social que se operó desde finales del siglo XVI (he visto que faltaban generales que mandar a Flandes), lo cierto es que la aristocracia se implicó indirectamente en el sostenimiento de los ejércitos reales por la vía de reclutas para el monarca.
Por otro lado, fueron segundones aristocráticos o hidalgos urbanos los que entraron en el ejército. En conclusión, gracias las horas de trabajo pasadas en los archivos y manejando con finura la documentación administrativa militar y no las crónicas o los textos subjetivos, el autor puede poner en duda el concepto del ejército de Carlos II como de paquidermo, decadente, anticuado y sobrepasado.

La aristocracia y el ejército

Si se pensaba en los jefes militares como en actores de operetas, sin experiencia en el campo militar, también puede ir desterrándose tal idea. El autor propone que «la maquinaria militar española demostró saber adaptarse a las necesidades de cada momento y no fue en nada inferior a la de sus oponentes o a la de sus aliados», destacándose los ejércitos de Flandes y Milán. Y lo mismo apunta con respecto a la diplomacia. Porque esa podría ser la clave para entender los dramas de finales del siglo XVII: la dispersión territorial del Imperio y de sus guerras, que a todas había que acudir por lejanas que estuvieran desarrollándose; la necesidad de mantenerse lo mismo en Flandes que en el Norte de África o que en Cataluña en guerra fue un quebradero de cabeza permanente.
Además de ello, desde tiempos de Felipe IV se arrastraban las angustias económica y demográfica (que el propio rey describe a sor María de Ágreda) que heredó también Carlos II. Éste transmitió el imperio que recibió casi intacto a su sucesor, y cabe destacarse que con las Indias e ímpetus renovados. Acaso la clave esté, precisamente, en que ante las dificultades de la Península, de Castilla en concreto, Lombardía, Nápoles o Flandes tuvieron que sobrevivir con sus recursos propios (y la diplomacia conjunta) y esto es lo que les dio la oportunidad de seguir adelante. Esta fragmentación parcial y práctica podría dar respuesta a muchos otros interrogantes que fueron despejándose desde la Guerra de Sucesión en adelante. Si hubiere alguna contradicción en las páginas de esta monumental obra de investigación (¿y algo de francofobia o exceso de amor a España?), son apuntes que dejo al criterio del buen lector.