Eric Hobsbawm: y los socialistas cayeron en la trampa del nacionalismo
El historiador dejó en un ensayo imprescindible una crítica a los nacionalismos sustentada en ideas que se pueden aplicar hoy
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El nacionalismo es una ideología instrumentalizada por una oligarquía que utiliza la candidez e ignorancia del pueblo para tenerlo sometido a una esclavitud sentimental con la promesa del paraíso en la Tierra. Esa es la idea básica de Eric Hobsbawm, historiador marxista, británico, sobre el fenómeno nacionalista. Lo cierto es que en esto no se equivocó. Hoy la izquierda identitaria desprecia este análisis, al menos en España, porque contraría su alianza con los nacionalistas sin Estado propio.
Hobsbawm, fallecido en 2012, fue uno de los historiadores más reputados, citados y recomendados en la bibliografía universitaria. La élite académica lo acogió como un innovador en la investigación de la historia social y de los movimientos de masas. Suya es la idea del «largo siglo XIX», comenzado en 1789 y concluido en 1914 porque consideró que la concepción global cambió entonces, no antes. También, y en consecuencia, suya es la idea del «corto siglo XX», terminado en 1989, con el desplome del Muro de Berlín. Estudió la rebeldía y las revoluciones del XIX, la reacción contra el capitalismo y el libre mercado, la creación de una moral obrera y el uso de las acciones colectivas de protesta. Dio a la imprenta una importante trilogía sobre las eras del capitalismo y su repercusión social, vinculada a la revolución industrial, el régimen político burgués y el imperialismo. Sin embargo, hubo algo que no encajaba con su visión marxista y no tenía respuesta: el nacionalismo.
Lo abordó en «La invención de la tradición» (1983) y «Naciones y nacionalismo desde 1780: programa, mito, realidad» (1990). Esto lo acompañó de una buena cantidad de artículos indagando sobre el tema, cuya compilación ahora ve la luz en España con el título «Sobre el nacionalismo» (Crítica, 2021), editado por Donald Sassoon, otro especialista en socialismo desde la izquierda y que también firma la introducción. Lo interesante del volumen es la crítica que Hobsbawm hizo a los nacionalismos y cómo sus planteamientos se pueden aplicar hoy, siendo consciente de su marxismo.
Criticaba los dos conceptos de nación, tanto aquel supuestamente «objetivo» basado en una unidad de idioma o raza, como el «subjetivo», ese de Renan y Ortega, que entendía que era un plebiscito diario para un proyecto común. El marxista entendía el nacionalismo, la ideología basada en la definición de la nación como un sujeto colectivo que mira al pasado y al futuro, como una engañifa. Era una farsa producto de la burguesía del siglo XIX para crear su régimen hegemónico.
Ahora bien, distinguía el nacionalismo liberal de principios del Ochocientos, centrado en levantar sistemas de libertades en contra del absolutismo, del que se forja al final de dicha centuria. Es este nacionalismo, el tardío, el que ha llegado hasta hoy. Se trata de una ideología reaccionaria, dice Hobsbawm, en manos de demagogos agresivos, irracionales y supremacistas. Habla de esos nacionalistas, tan cercanos a nosotros, que justifican la violencia desde la superioridad moral y que dedican su vida a construir diferencias entre los españoles.
En esos nacionalismos tardíos, contaba Hobsbawm, se resalta la lengua como elemento identitario y segregador. El idioma conformaba una mentalidad que determina un comportamiento distinto y, a la larga, una biología particular, la «sociobiología» que decía Hobsbawm. De ahí la búsqueda de «ocho apellidos vascos» o catalanes. El pedigrí racial a través del idioma. Por eso los políticos nacionalistas, esa oligarquía de la que hablaba, fuerzan la inmersión lingüística.
De esta manera, Hobsbawm, coincidiendo con Benedict Anderson, sostenía que la nación es una creación artificial en cuanto al nacionalismo. Al igual que el Estado, cosa que no dicen los marxistas de hoy, que es un sujeto artificial, no natural, y no por eso lo desprecian. Enlazando ambos conceptos, paralelos en el siglo XIX, se produjo la construcción de los Estado-nación como un Estado burgués que levantó un mercado nacional sobre la base de un sistema político liberal. Esto es lo que criticaba Marx, el Estado como instrumento de dominación burguesa, y por eso defendía su abolición futura.
El nacionalismo se convirtió en el XX en el gran competidor del socialismo, que era internacionalista, basado en la lucha de clases, no de naciones. Hobsbawm explica ese enfrentamiento desde 1880 y la deriva conservadora de los nacionalistas: reconstruir la comunidad sobre las tradiciones, encerrada en sí misma, con una única cultura, idioma o religión, sin contacto físico con otras «razas».
Sin embargo, desde 1914 el socialismo se hizo nacionalista, cuando se disolvió la Segunda Internacional porque cada partido socialista apoyó a su Gobierno. O después de la Gran Guerra, con Mussolini, que procedía del Partido Socialista Italiano, y Hitler, el nacionalsocialista. Incluso Stalin recurrió al nacionalismo para dar solidez a su comunismo en Rusia, «el país de los trabajadores», escribió Hobsbawm, con lo que generó contradicción e inquietud entre los fieles. Hobsbawm no entendió por qué los trabajadores, los miembros de la «clase obrera», se dejaron seducir por el nacionalismo, por qué no vieron que era un instrumento de dominación burguesa. Admitió que el marxismo –él era un militante declarado del comunismo– no tenía una respuesta teórica al fenómeno del nacionalismo. ¿Cómo defender el proyecto nacional siendo internacionalista en la consideración de que lo legítimo es la lucha obrera? ¿Es posible ser nacionalista y socialista si se piensa que el nacionalismo es una ideología reaccionaria?
El marxismo de Hobsbawm está anticuado para la izquierda identitaria y por tanto nacionalista. Sostenía que era impracticable cumplir el principio de las nacionalidades formulado por Giuseppe Mazzini a mediados del XIX y consistente en que cada nación reconocida debía tener su Estado. Era un «deber» falso, señalaba Kedourie, porque toda oligarquía nacionalista quiere tener el poder completo, y eso solo se consigue con un Estado propio. A esto Hobsbawm añadió que la comunidad étnico-lingüística como base de ese Estado independiente era una farsa contraria a la «distribución territorial de la raza humana» durante la Historia. Si la multietnicidad y el plurilingüismo son «inevitables» en el mundo de hoy, el nacionalismo es una ideología basada en negar la realidad.
En definitiva, nos encontramos con una compilación de argumentos que no va a gustar a los nacionalistas, que se verán definidos como algo anacrónico y reaccionario. Tampoco gustará a la izquierda identitaria, que se empeña en sostener que los partidos nacionalistas son «progresistas», cuando en realidad quieren decir que son útiles para forjar alianzas políticas que echen de la escena pública a la derecha española.
Queda pendiente una cuestión. ¿La crítica que hizo Eric Hobsbawm se puede aplicar al nacionalpopulismo que campa por Europa y Estados Unidos? Es posible si se aborda el populismo como un estilo demagógico capaz de embaucar a los incautos para su movilización contra algo o alguien, y empeñado en reconstruir una comunidad imaginaria. No habría diferencia con el nacionalismo reaccionario de comienzos del siglo XX. De hecho, se nutren de sus ideas y escritos, ensalzan a sus líderes y mitifican sus acontecimientos. Es el mismo supremacismo creado por una oligarquía para beneficio propio a costa de la credulidad y el aldeanismo de la gente, de la necesidad popular de completar su personalidad con una identidad colectiva. En definitiva, el planteamiento de Hobsbawm es útil en su crítica, aunque con la precaución de no dejarse seducir por otra ideología liberticida: el comunismo.
- «Sobre el nacionalismo» (Crítica), de Eric Hobsbawm, 424 páginas, 24,90 euros