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Campaña "antifiestas"

Feliz Navidad (con perdón): así quiere terminar la progresía con la tradición

Sufren estas fechas el envite revanchista de los neopuritanos, empeñados en arramblar con todo aquello que remita, aunque sea levemente, a la tradición. Y pocas cosas hay más tradicionales que las celebraciones navideñas

Belén instalado en la plaza Sant Jaume el Ayuntamiento de Barcelona compuesto por grandes bolas de plástico dentro de las cuales hay una especie de alegoría cultural relacionada con la Navidad
Belén instalado en la plaza Sant Jaume el Ayuntamiento de Barcelona compuesto por grandes bolas de plástico dentro de las cuales hay una especie de alegoría cultural relacionada con la NavidadTONI ALBIREFE

«Entrañable celebración», «solsticio de invierno», «felices fiestas», «festividad del Sol Invictus». Cualquier cosa con tal de no pronunciar la palabra Navidad. Como si de Lord Voldemort se tratase, en cualquier momento nos vemos obligados a referirnos a ellas como «las que no deben ser nombradas». No exagero: La Comisión Europea retiraba hace poco una guía sobre lenguaje inclusivo alegando que «no era un documento maduro y no cumple los estándares de calidad de la Comisión» en el que, entre otras recomendaciones, se instaba a no felicitar la Navidad, sino «las fiestas». Alegaban que hacerlo es dar por supuesto el cristianismo de nuestro interlocutor y eso supone desatender la necesidad de «ser sensible al hecho de que las personas tienen tradiciones religiosas diferentes». Es esta una muesca más en el revólver progresista de las batallas culturales, esas por las que, en nombre del avance de todas las causas honorables habidas y por haber, es imprescindible la fractura, romper con todo aquello que huela a tradición, renegar del pasado y hacerlo, además, con actitud revanchista. Despreciándolo. No está de moda celebrar la Navidad.

«Algunos critican que su origen pagano hace de ella algo adulterado ya en su origen», explica María Gelpi, profesora de Filosofía, teóloga y brillante articulista. «Encuentran más justificado felicitar el solsticio de invierno o la festividad del Sol Invictus. Otros creen que es una fiesta que ha quedado desvirtuada y vaciada de contenido al no ir acompañada de la fe de otros tiempos, mientras que los neopuritanos apuntan que la mercantilización de todos sus rituales la hacen execrable, especialmente en tiempos de colapso planetario. El propio carácter dinámico de las celebraciones no permite hablar de una autenticidad originaria, menos todavía si recordamos que las celebraciones religiosas más antiguas se retrotraen en su origen a calendarios agrícolas (acción de gracias por las primeras cosechas o las primeras crías, el tiempo de la siembra, el sol naciente después del solsticio de invierno...), pero tampoco implica una argumentación a favor de un supuesto origen fraudulento de la Navidad que deslegitimaría su autenticidad».

No les faltaría razón, efectivamente, en lo referente a su origen. Como explica Gelpi, Jesús no nació el 25 de diciembre: «Ni siquiera el dato que da Lucas al principio del capítulo 2 de su Evangelio, describiendo a unos pastores con su ganado pernoctando al raso, parece encajar con el invierno de la estepa de Belén», apunta la teóloga. Tampoco hay consenso respecto del año, puesto que, como cuenta Antonio Piñero, destacado experto en estos temas, Jesús solo fue conocido en su vida adulta y, por tanto, su biografía es una reconstrucción que atiende a la necesidad de acomodar la vida del Mesías al anuncio profético veterotestamentario: «Tenemos constancia de la adopción del día 25 de diciembre como fecha simbólica del nacimiento de Jesús desde el año 221», prosigue Gelpi , «en la ‘’Chronographia’' de Sexto Julio Africano, y ya en tiempos del Concilio I de Nicea convocado por Constantino, la Iglesia alejandrina había fijado el ‘’Díes nativitatis et epifaníae’' en tal fecha. Para que esto ocurriera, debieron darse una serie de circunstancias sociales, políticas y teológicas que únicamente podemos apuntar, con la retrospectiva que permite la Historia».

Se libra la batalla hoy, sobre todo, en el campo de los símbolos, de las representaciones. Así aparecen los belenes laicos. Según Tezanos, todo fiabilidad, el 1% que montan los españoles lo son. Serían estos, pese a la falta de consenso en la definición –e incluso de definición misma– representaciones navideñas, con perdón, alejadas de la estética del tradicional pesebre y con un sentido, por lo tanto, desconocido e inteligible. Podría parecer, pues, casi abiertamente una burla, una sátira. Las iluminaciones se vuelven abstractas, los árboles se deconstruyen, los Reyes Magos se disfrazan de no se sabe muy bien qué –nunca te lo perdonaremos, Carmena–, las cabalgatas devienen en sambódromo invernal… El progresismo neopuritano, adanista y concienzudo, borra –lo intenta, al menos– toda huella de nuestro pasado. Pero no son estos los primeros ataques a la festividad navideña a lo largo de la Historia.

Momento para el jolgorio

«A pesar de la oficialidad del cristianismo a partir de Teodosio», cuenta María Gelpi, «la Navidad medieval no fue una celebración familiar y hogareña de llamada al recogimiento, sino un momento propicio para el jolgorio y desmadre en las villas y los conventos, casi carnavalesco y subversivo, como la fiesta del obispillo o la de los locos, que serían duramente criticadas por la Reforma y reprimidas después por el Concilio de Trento», prosigue. «La celebración de la Navidad, incluso en su liturgia eclesial, llegó a estar prohibida en Inglaterra a mediados del siglo XVII por obra y gracia de la Corte de la Cámara Estrellada, tribunal que funcionaba por aquel entonces a modo de la Inquisición, cuando, durante el reinado de Carlos I de Inglaterra y Escocia la facción de puritanos anglicanos se impuso en la Cámara de los Comunes sobre los presbiterianos calvinistas. También durante la Revolución Francesa, y ni que decir tiene, de la Rusa, estuvo su celebración bajo el acecho de las autoridades».

Pero sobrevivió a todo avatar, llegando hasta hoy. La clave para el retorno de esta celebración religiosa, además del fundamental apoyo popular, estuvo según Gelpi en el giro hacia la familia que se da a partir de la época victoriana, en la que se adoptaron la mayor parte de los rituales que seguimos ahora, incluida la idea de consumo, que Coca-Cola completaría con el calco de San Nicolás en Papá Noel. «Celebraciones como la Navidad se imponen por la vía de los hechos mediante la práctica popular, aunque nunca ajena a factores políticos y económicos, y con elementos que en algún momento han sido importados», subraya.

La cuestión entonces, tal y como parece plantearse, es si hoy, en una sociedad con cotas de fe bajo mínimos, tendrían sentido rituales como la Misa del Gallo, los cantos navideños, las copiosas comidas y cenas, los regalos recíprocos innecesarios, las desmesuradas y costosas iluminaciones callejeras, las ñoñas películas en familia, el sorteo del Gordo, las ineludibles cenas de empresa, las promesas de año nuevo... «La importancia social de los ritos y las fiestas está en que, por su carácter simbólico, cohesionan grupos sociales y dan estabilidad, para bien o para mal, a las instituciones que se sostienen con ellos», señala Gelpi. «Byung-Chul Han, en su libro sobre la desaparición de los rituales, apunta, como buen confuciano, al carácter civilizatorio de los mismos, incluso desprendidos de la fe que los originó, como una ética de la cortesía. Su carácter sostenido y de repetición permite al sujeto reconocer el suceso e identificarse como copartícipe de la comunidad de iguales. Pero considero que Han no se da cuenta de que esa cohesión y sostenimiento de instituciones no tiene por qué ser en sí misma buena. Los rituales de sacrificios humanos en la época Maya Clásica o la teatralidad ritual de los desfiles nazis no son nada deseables aún cuando otorgan cohesión al pueblo, legitimidan a las instituciones y da razones identitarias a los sujetos que no son víctimas».

¿Cómo se justifica entonces que una tradición y sus rituales puedan considerarse deseables? «La clave está en los valores que representa a pesar de sus defectos. Aquí entran en juego los principios teológicos, aunque la fe se haya desvanecido o, si lo preferimos, la proyección de valores antropológicos, como desvelara Feuerbach. En el caso de la Navidad, el nacimiento de Jesús supone el primer estadio de la redención, del restablecimiento de la gracia repartida para todas las criaturas humanas, sin distinción; de la inclusión en la mesa de los niños, la reconciliación con los semejantes, del deseo de una vida nueva y de la satisfacción de la fiesta, la música y el consumo como anticipación del cielo... Es decir, de la constante búsqueda de la felicidad universal de los seres humanos. No se me ocurre mejor motivo para seguir celebrando la Navidad que mantener vivo ese deseo».