Cuando la mitología quiso controlar el cuerpo de la mujer
Elena López Riera presenta en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes «El agua», su espléndida ópera prima
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Tres mujeres -abuela, madre e hija- parecen depósitos de lo mágico en un pueblo que las tacha de malditas. En esa comunidad matriarcal, casi aislada del mundo, aparece el amor a los veinte años, ese que crece a la sombra de los árboles. Entre cosechas y raves, entre diálogos naturalistas y una leyenda que lo humedece todo -la del río que entra en el cuerpo de las mujeres para llevárselas lejos, que las posee o fluye de ellas, derramándose a través de la tradición oral-, el primer largo de Elena López Riera, “El agua”, que ayer se presentaba en la Quincena de Realizadores, se revela como una fascinante fábula sobre cómo la relectura de los mitos populares reconfigura, desde un hipnótico realismo poético, los códigos de la identidad femenina.
Es, también, el retrato de un espacio, Orihuela, enigmático como cuna de ritos y leyendas, que sirve como cordón umbilical para unir “El agua” con los cortos de López Riera, con “Pueblo” (que concursó en 2015 en la Quincena) y “Los que desean” (que ganó en Locarno en 2018). “Orihuela es un motor para que haga películas. Lo es para volver a ella y recuperar la manera en que las historias se cuentan allí”, admite la cineasta. “El cine es una manera de hacer preguntas, porque respuestas no tengo ninguna, y también de resolver dolores y fragilidades. Y una de esas preguntas es haber querido salir de ese pueblo desde que tenía uso de razón, y hacerlo a los dieciocho años, y después de salir, querer saber por qué me había ido, y por qué quería sentirme extranjera”.
De las tres mujeres, la más joven, Ana (deslumbrante debut de Luna Pamies), es la que siente más cerca el influjo del agua. Congeladas en el tiempo, su abuela (Nieve de Medina) y su madre (Bárbara Lennie) son el espejo que le devuelve una imagen de sí misma de la que quiere escapar. Son un modelo que impulsa un punto de fuga. “Era básico partir de una familia disfuncional, en la que no hay ni hombres ni niños, y desde ella hablar de algo que ya está en mis cortos: la herencia, tanto en lo ritual como en lo familiar, esos gestos que se repiten generación tras generación”, explica López Riera. “La pregunta que planteo es: ¿Hay margen para cambiar esos gestos? ¿Hasta qué punto somos libres para cambiar la tradición? A partir de esas tres mujeres, desde su punto de vista y su generación, quería contar el amor que las une pero también la fragilidad y la violencia de las relaciones familiares”.
Así, en “El agua” asistimos a una colisión imponente entre el costumbrismo y la magia. La dimensión simbólica del agua y de la noche, siempre asociada a los poderes transformadores de lo femenino, atraviesa la película con una fuerza delicada pero devastadora. “Lo que me interesa de abordar la mitología de la cultura popular es cuestionar y analizar cómo funcionan esos símbolos. Por ejemplo, en la leyenda que inspira la película el peso recae sobre la mujer, para que no desee, para que no se acerque al río y no salga de noche sola. En muchas culturas la mitología popular quiere controlar el cuerpo de la mujer”.
El ansia de libertad de Ana tiene el objetivo de romper con ese control. “El agua” nos habla de “las colisiones en las cuestiones de género y representación en el espacio público de lo que significa ser un hombre y una mujer. Lo que decía Judith Butler de la puesta en escena del género: no solo lo que performamos como género sino lo que la sociedad espera que performemos”. Es decir, la propuesta de López Riera consigue revertir lo que se vivía como una maldición en una bendición. En eso consiste la contemporaneidad: en entender que la tradición es fluida, líquida, y evoluciona como los relatos que se cuentan a través de los tiempos, adaptándose a los cambios sociales, erosionándolos. “Es como lo que ha ocurrido con la brujería, con las ciencias alternativas, con aquellos saberes que no correspondían con lo oficial. ¿Qué ha pasado con este tipo de prácticas que no han sido legitimadas por el sistema?”, se pregunta. “Igual les podemos dar la vuelta y ser bruja es guay. Es el momento en que esa palabra, que durante toda la historia ha sido un insulto, está pasando por un proceso de reapropiación, y es algo bueno”.
Verdad y corrupción
“Un beau soleil”, de la francesa Mia Hansen-Love, formaría un buen programa doble con la espléndida “El porvenir”. Presentada en la Quincena, la historia de Sandra (espléndida Léa Seydoux) rima con la de Nathalie (Isabelle Huppert). ¿Qué hacer con la soledad? ¿Qué hacer cuando parece que el mundo se desmorona? Resistir, siempre resistir. Es lo que hace Sandra, viuda con un hijo, ahora cuidadora de un padre con una enfermedad neurodegenerativa, cuando se encuentra con un nuevo amor guadianesco. En los estallidos emotivos de “Un beau soleil” Hansen-Love corta en el momento justo para que su heroína siga avanzando, dándole tiempo para asumir, con una autenticidad próxima y descarnada, el lugar que ocupa en el mundo sin perder nunca la esperanza de que haya una posibilidad de cambio. Su conmovedor periplo abraza lo mejor del cine de su autora: filmar la verdad de lo que perdemos y de lo que nos queda por ganar.
En sección oficial, el sueco Tarik Saleh pone en el centro de “Boy from Heaven” a un alma pura que se corrompe atrapado en la sinergia entre las cloacas del Estado egipcio y las altas esferas de la religión islámica. Convertido en espía pelele de unos y de otros, este hijo de pescadores, recién ingresado en la universidad del Cairo, protagoniza un thriller de espionaje más bien tosco, que tarda una hora en arrancar, y que, cuando se decide a subir la tensión dramática de su intriga, no puede evitar todo tipo de ‘deus ex machina’ para potenciar la obviedad de su discurso político.