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El padre, el hijo y un tramposo Hugh Jackman en la Mostra de Venecia

El australiano protagoniza «El hijo», de Florian Zeller, sobre cómo marca a una familia la depresión
ETTORE FERRARIEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Si la sección oficial de la Mostra veneciana marca una tendencia clara es la de entender el mundo contemporáneo a través de las traumáticas relaciones entre padres e hijos. Como si la pandemia nos hubiera obligado a reevaluar filiaciones atávicas, lazos de sangre que padecían enfermedades crónicas y silenciosas, el cine hunde su escalpelo en el cordón umbilical de la herencia y la responsabilidad moral que, en el seno de familias disfuncionales o en crisis, forjan nuestro lugar en el mundo. En esa línea editorial se mueven dos películas tan distintas como “El hijo”, de Florian Zeller, y “Saint Omer”, ópera prima de Alice Diop, ambas a concurso.
El francés Zeller, dramaturgo de prestigio metido a cineasta, adapta uno de los capítulos de su famosa trilogía (la completan “La madre” y “El padre”, ganadora de dos Oscar) para contar la historia de una familia que se desmorona cuando el hijo del título empieza a cargar con toda la tristeza del mundo sobre sus hombros. Como en “El padre”, Zeller habla de los efectos devastadores de la onda expansiva del trastorno mental, pero, al contrario que en aquella, centrada en el Alzheimer, la puesta en escena no se trabaja desde la subjetividad del enfermo. De hecho, uno de los defectos de la película es lo difuso que resulta su punto de vista, y que esa enfermedad siempre se percibe como algo externo, algo que se nombra pero no se muestra desde ninguna decisión estética.
La música celestial de Casey Affleck
“Arrastro mi cuota de fracasos, de esperanzas frustradas y sueños incumplidos”. Casey Affleck hablaba al hilo de “Dreamin’ Wild”, que ayer Bill Pohlad presentaba fuera de concurso, pero tal vez también pensaba en sus dos acusaciones por acoso sexual, que le empujaron a mantener un perfil bajo desde que ganara el Oscar por “Manchester frente al mar”. Lo cierto es que está perfecto en la piel de Donnie Emerson, un músico que, junto a su hermano, sacó un disco durante su adolescencia al que nadie hizo caso y, tres décadas después, rescatado por un pequeño sello discográfico, incluso mereció la atención del New York Times. Affleck da el tipo de ese hombre lacónico, desencantado, pesimista y exigente hasta el delirio que tiene que enfrentarse con sus fantasmas cuando los daba por muertos y enterrados. Pohlad, que se acercó a la figura de Brian Wilson en “Love & Mercy”, contrasta el pasado y el presente de los personajes, basados en una historia real, sin trascender una cierta monotonía narrativa que lastra el ritmo de la película y que la conduce por derroteros más bien trillados.
En realidad, “El hijo” también podría llamarse “El padre”, porque el personaje que está mejor dibujado es el de Peter (Hugh Jackman), divorciado que ha rehecho su vida (nueva pareja, un recién nacido) y que acoge a Nicholas (limitadísimo Zen McGrath), su hijo de diecisiete años, que quiere abandonar el hogar materno en plena crisis existencial. Jackman es, a su vez, el hijo herido que no desea repetir los errores de su padre, ausente y cruel (Anthony Hopkins). El fastidioso peso de la herencia y de la culpa se encarnan en un personaje que le roba protagonismo a ese hijo que, víctima de una grave depresión, es un enigma tanto para el espectador como para sí mismo. Zeller nos prepara para lo peor, de manera que resulta un tanto extraño que el público sepa perfectamente lo que va a ocurrir con Nicholas y su familia no. En la construcción de la trama hay algo muy tramposo, como si los imperativos trágicos que impone Zeller estuvieran por encima del sentido común de los personajes. Es entonces cuando nos damos cuenta de que el trastorno mental es solo una excusa, no hay ningún interés real por parte de Zeller de indagar en él. Solo cuenta para castigar a sus personajes, no para hacerlos más complejos. Algo realmente paradójico en tiempos post-pandémicos en los que, como recordaba Laura Dern (la madre en el filme) en rueda de prensa, todos nos hemos sentido indefensos y frágiles, especialmente los adolescentes.
Forjada en el documental y de origen senegalés, Alice Diop explica que, en 2016, asistió al juicio de una madre que ahogó a su hija en una playa, dejándola a merced de la marea alta. “Imaginé que quería ofrecérsela al mar, una madre más poderosa de lo que ella jamás podría ser”, remata. Así las cosas, el cuerpo central de “Saint Omer” está dedicado a la fascinante reconstrucción de ese proceso judicial, en el que escuchamos a la infanticida Laurence Coly intentando entender por qué mató a su hija, presa de sus contradicciones y de los prejuicios de los que la consideran un monstruo. Diop utiliza a Coly como metáfora para hablar de los misterios de la maternidad, reforzando su discurso a partir de la mirada de una escritora que, embarazada de cuatro meses, está preparando una novela sobre el mito de Medea y tiene una relación conflictiva con su madre. No es extraño que veamos a esa escritora dando una clase sobre Marguerite Duras al principio de la película, porque en “Saint Omer” hay mucho de durasiano, al menos en la confianza en la palabra para extraer de lo atroz una poética, y en la manera de visibilizar sin vergüenza alguna las zonas opacas de lo femenino, rompiendo tabúes y clichés. A Diop le interesa mucho más el juicio que quien lo observa, de modo que la película pierde pie cuando se aleja de los tribunales.