Mariano Fortuny y Madrazo, el artista total que surgió de la luz
”El universo en una caja” se mete en el universo del artista granadino, “el Da Vinci del siglo XX”, como dice este documental sobre este pionero en las artes, la tecnología y la moda que destacó por el vestido Delphos, la lámpara y la cúpula Fortuny, además de las más de mil patentes registradas
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Invita El universo en una caja a retroceder hasta los primeros días de Mariano Fortuny y Madrazo a los pies de Sierra Nevada. Nacía el maestro en Granada el 11 de mayo de 1871 y el primer testimonio que tenemos de él se encuentra en una fotografía familiar. Junto a toda la “troupe”, ahí está en una esquina, con apenas unos meses, el Príncipe de la Alhambra y posterior Mago de Venecia. De casta le venían los apellidos poderosos de dos familias que le marcaron el camino de la pintura. Especial fue la influencia de su padre (de quien también heredó el nombre), artista de obras por las que se pagaban fortunas y gran aficionado al coleccionismo, como recuerda Guillermo de Osma, galerista y biógrafo del protagonista de este documental dirigido por José Sánchez Montes y narrado por la actriz Nerea Barros.
Granada es el inicio de todo. Es el lugar en el que la familia Fortuny Madrazo desembarca en busca de nuevos horizontes para la pintura de Fortuny senior (Fortuny y Marsal). La clave estaba en la luz “prodigiosa” de la que le habían hablado sus amigos franceses, seña de identidad de este lugar exótico y pintoresco a vistas de alguien que llegaba de París en la segunda mitad del siglo XIX. Pronto, cuadros como Almuerzo en la Alhambra empiezan a reflejar la vida familiar con “Marianito” y María Luisa, la hermana mayor, como centro de las obras.
Pero la ciudad andaluza solo fue una parada de un trayecto que, a los dos años, les iba a llevar de vuelta a Roma. Y Fortuny padre iba a continuar retratando la vida de sus hijos. Lo vemos en Desnudo en la playa de Portici y en Los hijos del pintor en el salón japonés, ambos propiedad del Prado y ambos creados en 1874, el último verano del artista catalán. Es en el segundo cuadro (inacabado) en el que vemos a aquel niño de tres-cuatro años buceando en los bordados de oro mientras su hermana se abanica dejando pasar la tarde. Una escena que, en boca de Eloy Martínez de la Pera (diseñador) plasma “la querencia familiar por lo oriental”. Rodeados de belleza, esas telas que coleccionaron sus padres se iban a quedar para siempre “en la mochila que, como artista, llevó a cada una de sus creaciones”.
La muerte de Fortuny padre golpeó fuerte a la familia y, a su vez, generó mucha intriga sobre si fue envenenado o murió a causa de un duelo. “No sé”, duda De Osma en una cinta en la que señala a “artículos más serios en los que se dice que contrajo una fiebre similar a la malaria”. De una o de otra, Mariano de Fortuny y Marsal fue una eminencia y tuvo un funeral “casi de Estado”, se apunta de una muerte “sonada por el personaje y por el misterio que envolvía el suceso”.
La madre, Cecilia de Madrazo, se convirtió en la mejor custodia del recuerdo de un padre que se elevó a figura casi divinizada. De esta forma, Federico de Madrazo, abuelo de los niños y una de las personas más influyentes en España en relación al arte, ganó terreno en la formación de “Marianito”, a quien se instruyó para ser pintor, “pero no tenía el genio de su padre. Tuvo problemas de identidad hasta que consiguió su propio camino”, explica la cinta. Su abuelo, que había sido director del Museo del Prado de 1860 a 1868, le lleva de joven y le hace copiar a los maestros.
Pero había una nueva mudanza en el destino de los Fortuny Madrazo. Las maletas, en esta ocasión, irían de Roma a París, donde estarían bajo el amparo de Raimundo de Madrazo, hermano de Cecilia. Llegan a una ciudad que acoge la orfandad de los pequeños y en la que Mariano descubre que no hay límites a la creatividad. Un París de impresionistas en el que hay debate entre wagnerianos y no wagnerianos. Allí se mezcla la nostalgia por el pasado con la efervescencia del nuevo arte, la vanguardia.
Además de todo ese ambiente, el Fortuny adolescente enseguida se deja fascinar por el París de los inventos y por el tema del momento, el nacimiento de la luz eléctrica, que el genio recogería en sus memorias años más tarde. Por el camino, cae en el estudio de Benjamin-Constant, donde queda fascinado por una moderna dinamo. Las ferias internacionales y los salones a los que acude se convierten en una obsesión que le llevaría más tarde a revolucionar el campo de la iluminación teatral. Un icono de la Belle Epoque como Marie Lousie Fuller, modelo de los grandes, se transforma también en su inspiración. “Jamás olvidará los efectos de la luz sobre su vestido”. Luces de todos los colores que destaparían la pasión de Fortuny y Madrazo por el teatro y la escenografía.
En ese paso ayudaría un conocido de su padre y amigo de Wagner, Rogelio de Egusquinza, culpable de acercar al pintor a esa “enorme máquina de ilusiones” que creaba el compositor alemán. Estaba terminando el siglo XIX y estaba ante “el arte total”. Fue la excusa perfecta para viajar a Bayreuth, “donde le cambiaría la vida”. Ya por entonces Mariano Fortuny había pintado su primer autorretrato, “como un hombre del Renacimiento”, dice El universo en una caja.
La primera obra que ve de la tetralogía wagneriana deja al artista impresionado por la fuerza de la música y por el montaje en ese gran escenario de Bayreuth. Esa pasión por Wagner crearía un universo en la cabeza de Fortuny que le acompañará toda la vida en sus diseños y sus cuadros. Ya no busca separar las diferentes artes, sino que entiende que “la unión de todas se da en aquel drama musical”, apunta De Osma. “Asistir a una ópera de Wagner es un acontecimiento místico. La música sale del suelo y eleva a toda una legión a un mundo lleno de leyendas”, recoge el documental de boca del artista. Eso sí, en aquel mundo “maravilloso” chirriaba la luz. Ay, la luz. “No le hacía justicia”. Fortuny imaginaba algo más profundo, tridimensional. Más cercano a la realidad. “Me imaginé el cielo proyectado en un efecto revolucionario. Hice algunos ensayos, pero pasaron años para imaginar un sistema de luz y color”. Revolucionaría la escena.
Un viaje más llevaría a Cecilia, María Luisa y Mariano a Venecia. No tardarían en “enamorarse” de esta nueva ciudad. Respiraban la libertad de vestir, escribir y vivir como considerasen oportuno. Se establecen en un palacio (el de Martinengo) lleno de luz y que estaría abierto de par en par a sus conocidos. La madre y la hermana de Fortuny no eran aficionadas a las salidas de casa, pero sí les gustaba recibir a pintores y músicos de todos los rincones de Europa. En esas paredes las horas pasaban despacio y la colección de los Madrazo ganaba importancia. Era un refugio en el que lo artesanal y lo artístico tenían la misma categoría.
“Fortuny se entrega a la máquina de fotos para testimoniar su propia vida”, recuerda De Osma. Hace cientos de fotos de sus paseos andando o en góndola por Venecia. Imágenes que luego proyectaba en lo que llamaba un espectáculo óptico con luz indirecta. Veladas musicales que servían para pasar la tarde y para ver esos recorridos por la Venecia alejada de lo monumental, silenciosa y melancólica, la de los locales. La urbe que nadie conoce y a la que este artista aporta sus nuevos enfoques. Una modernidad que se sale del academicismo de sus cuadros.
Hasta allí arrastraría al gran amor de su vida Henriette Negrin. Pasión a primera vista que vivió durante tres años el amor clandestino. Hasta que ella consiguió el divorcio y se fue de Francia a Italia. Llegaron juntos el mismo día que el Campanile colapsó. Lo que, para María Luisa, conocida por sus fobias, fue síntoma de mal agüero, aunque para la familia el “presagio trágico” era que les habían arrebatado a un hermano y un hijo. De hecho, Fortuny y Madrazo abandonó el palacio materno para instalarse en uno nuevo en el que hacer de alquimista sin modas ni ismos. Gozaba Mariano entre bocetos, proyecciones y maquetas. Tenía su vida enfocada en proyectos escenográficos, pero la llegada de Henriette le hace tomar otra dirección.
Sus conocimientos de ingeniería le permitieron crear centenares de patentes, especialmente lámparas (arabizantes, de inspiración oriental, de techo, de luz indirecta...) y sistemas de iluminación. Inventó la refracción de la luz y con la cúpula Fortuny logró dominarla, un cuarto de esfera que instala en el fondo de un escenario como una bóveda celesta en la que concentrar los efectos lumínicos de una manera más controlada. Hasta aquel telón llevaba su firma, aunque con un origen claramente granadino, inspiración también de un terciopelo pionero. El cuerpo de bailarinas de la Ópera de París vestiría unos textiles que se convertirían en la base de toda su producción posterior. Comenzaba a aflorar esa pasión familiar por los tejidos que se apilaban en los desvanes de la casa de su madre y otros objetos heredados de su padre.
Se comenzaba a forjar otra leyenda dentro de ese artista polifacético que desarrollaría el Delphos. La arquitectura barroca de Venecia se mezclaba con el toque orientalista. El velo era un complemento fundamental. Las excavaciones en Cnoso de la época se plasmaban en sus diseños estilizados. Las figuras femeninas que hoy conservan en las piezas de la colección del Museo Arqueológico Nacional se trasladan de las ánforas del siglo IV a sus patrones. El arte clásico griego está en la base de Fortuny. “La mujer quería cambiar de siglo emancipada y sin corsés. Y Mariano Fortuny fue consciente de que las mujeres modernas querían vivir sin ataduras”, puntualiza Martínez de la Pera. Cuerpos sin deformaciones, solo con la silueta natural.