Los santos muestran en el Thyssen de Málaga cómo la religión se convirtió en teatro
El museo de Málaga ofrece la exposición «Fieramente humanos. Retratos de santidad barroca» hasta el 18 de febrero
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El hombre es, escribía Blas de Otero, un ángel fieramente humano, el horror a manos llenas, un ángel con grandes alas de cadenas. El modelo del catolicismo, al menos hasta y durante el siglo XVII, era el martirio, el sufrimiento extremo. Y eso quedaba reflejado en la pintura, arte testigo y transmisor social de todas las épocas de la historia. La del siglo XVII es, si me permiten, apasionante, pues el barroco coincidió en espacio y tiempo con un contexto social y religioso de rearme y cambio, a la vez que con nombres de primera fila en la historia del arte español: Velázquez, Murillo, Ribera, Alonso Cano, Martínez Montañés... Eran los años que seguían a una época de perplejidad en el catolicismo ante la Reforma de Martín Lutero, que a grandes rasgos renegó del culto a la imagen y «de todos los aspectos sensoriales, performativos y visuales de esa cultura religiosa, pues los tildaba de idolatría», resume Pablo González Tornel, director del Museo de Bellas Artes de Valencia y comisario de la exposición «Fieramente humanos. Retratos de santidad barroca». El Museo Carmen Thyssen de Málaga acoge, hasta el 18 de febrero, una muestra que recupera lo que ocurrió en el arte a partir del Concilio de Trento, cuando «se decidió que, entre otros conceptos, la religión católica iba a ser icónica y teatral, en aras de conseguir un mayor vínculo con los fieles», añade el experto en pintura barroca.
No fueron años fáciles. El siglo XVII estuvo marcado por intensas crisis, desatadas por las subidas de precios y los titánicos costes de la monarquía absoluta de los Habsburgo. Además, se sucedieron las epidemias, las pestes y las malas cosechas. El sufrimiento estaba generalizado en la población, y no hay nada más humano que buscar una salida o un consuelo en la religión. En aquella época, el catolicismo era cada vez más férreo en Occidente, y una de las medidas que tomaron los Habsburgo fue la de basar gran parte de su capital en los santos. En la España del XVII, «se llegan a reconocer hasta a 15 nuevos santos. Por ejemplo, en 1622, es canonizada Santa Teresa de Jesús, o San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier», apunta González. Por tanto, la Contrarreforma contaba con sus propios protagonistas y había encontrado a su público, por lo que solo faltaba lo más importante: imágenes que catequizaran y acercaran la religión a los cristianos. La creación de una España santa a través del teatro del arte.
La exposición del Carmen Thyssen, cuya directora artística, Lourdes Moreno, define como «una de las mejores y más ambiciosas» que hayan celebrado, recoge 35 obras maestras, entre pintura y escultura. La muestra nació como «un proyecto breve, de unas 8 obras, pero comprendimos que era una historia de una gran fuerza narrativa y que merecía ser contada con mayor esplendor», apunta Moreno. Por ello, cuentan con préstamos del Museo del Prado, el Bellas Artes de Valencia, el de Murcia, el de Bilbao o el de Sevilla. Un conjunto de obras entre las que sorprende el «Retrato de Simón de Rojas en su lecho de muerte» de Velázquez, así como cautivan el «Ecce Homo» de Murillo y el de Pedro de Mena. Son intrigantes las miradas que José de Ribera pintó a «San Pablo ermitaño» o a «Santa María Egipcíaca», y se perciben cercanos a los «San Francisco de Borja» de Alonso Cano y de Martínez Montañés.
A la hora de captar a los fieles, el camino más seguro era el del realismo, pues así conseguían, dice González Tornel, «hacer de la imagen artística una interfaz comunicativa entre el espectador y la divinidad». Los retratos eran, explica, «como personas de la calle, pues así se despertaban mucho más las emociones de quien observa que si se pintara a alguien idealizado». Pero no bastaba solo con ello. El experto incide en que la pintura también tuvo que «hacer que los representados transmitieran los sentimientos tan exacerbados que emocionaran a quien los mirase, para conseguir seducirles y reflejar emociones extremas». Tan exageradas, de hecho, como la propia muerte: ello se refleja en la exposición a través de «Retrato de Simón de Rojas en su lecho de muerte», de Velázquez, o de «El hermano Lucas Texero ante el cadáver de Bernardino de Obregón», de autor anónimo. Unas obras que, por tanto, enseñan al espectador cómo sufrir, cómo relacionarse con la divinidad, cómo meditar sobre la sangre y heridas de Cristo. Y un concepto que no quedó anclado en el siglo XVII, sino que ha evolucionado y llegado a nuestros días. La exposición da prueba de la contemporaneidad de este discurso incluyendo obras recientes, como es «El patio de las tentaciones» (1972), de Equipo Crónica, «Místico» (1974), de Darío Villalba, y «Crucifixión (1959), de Antonio Saura.