Asesinato, homosexualidad, robo: por qué estos escritores acabaron en la cárcel
Daria Galateria recoge en «Condenados a escribir» a los autores que, por diferentes motivos, acabaron con sus huesos en prisión


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España cuenta con una enjundiosa tradición en eso de encarcelar a los escritores y ponerlos a la sombra durante una buena temporada, como si fueran prendas sucias que hubiera que echar a remojo. Aquí, sin hacer votos, hemos mandado a la trena a lo más ínclito de nuestras letras sin apenas despeinarnos. Por la gayola han pasado desde el pobre Cervantes, que, no contento con estar en una, pasó por varias, y gentes de tono tan diferente como Quevedo, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz o Miguel Hernández, que no vivió para contarlo: la trena fue su sepultura. Y eso dejando a un lado a los que señalamos el camino del exilio, como Machado, Unamuno y otros tantos.
Seguro que algunos disculparán semejante actitud y sostendrán con encono, y en nuestra defensa, que en el fondo solo era una solícita manera de proporcionar a estos profesionales un lugar apartado de distracciones para que pudieran desarrollar su obra en silencio. Un espacio donde el aburrimiento les hiciera concentrarse en sus imaginaciones y la búsqueda de manutención no supusiera una pérdida de tiempo como sucede en la vida común. Puede ser. De hecho, no somos los únicos que nos hemos aferrado a esa idea y que han enviado a esa particular tribu que son los literatos a la penitenciaría. Claro está que dentro de esa tupida selva que son los literatos los hay de toda condición y pelaje. Existen tipos vehementes, como Norman Mailer, que, el 19 de noviembre de 1960, durante la celebración de su candidatura a la alcaldía de Nueva York, apuñaló a su mujer, Adele. Un acto de campaña sin precedentes aunque, por lo visto, no salió elegido.
Momento estrafalario
Igual de rocambolesco fue lo de Apollinaire, que, junto a Pablo Picasso, fue acusado de robar «La Gioconda». El poeta tuvo un momento estrafalario cuando puso un pie en prisión, por lo que, probablemente, sería el único cargo libre de culpabilidad de toda su carrera. También vivió un capítulo desopilante Robert Louis Stevenson, que trabó una obra en ese espacio que queda entre la tuberculosis y los viajes al Pacífico, y al que un brigadier mandó encerrar porque tenía aspecto indecente (sucedió en Francia, claro).
Hay más, y la escritora Daria Galateria reúne a esta gavilla de renombre en «Condenados a escribir» (Impedimenta), que da cuenta de aquellos escritores que estuvieron en el calabozo durante una temporada. «En realidad, la vida entre rejas se parece bastante a la vida frente a un escritorio. Es sabido que Marcel Proust, quien no albergaba la menor esperanza de ir a prisión, hizo de su dormitorio una celda», comenta Galateria, para, a renglón seguido, añadir: «Muchos escritores se han alegrado de la abundancia de tiempo y de la concentración que la cárcel impone a la fuerza». Si los autores ya disfrutan de fama de bichos raros, estas últimas palabras los apuntalan, como mínimo, de seres estrafalarios.
La autora, que consigna en estas páginas anecdóticas alumbradoras, cuenta el devenir de gentes de tan variado pelaje como Paul Verlaine, Silvio Pellico, Brasillach, Francis Scott Fitzgerald, Knut Hamsun y Václav Havel, entre otros. Acierta al subrayar que un autor «acaba en la cárcel por los motivos más variados. Algunos fueron criminales o gente de mala vida, como el asesino en serie Lacenaire o Dino Campana, arrestado en tres ocasiones durante la Primera Guerra Mundial solo porque tenía cara de alemán. Unas líneas imprudentes bastan a veces para perseguir a su autor, y así Voltaire dio con sus huesos en la Bastilla por haber acusado al regente de acostarse con su hija (era cierto, pero tampoco hacía falta que lo contara en verso)».
Aparte de aquellos que cometieron delitos y cumplieron con los dictados de la ley, como es justo y debe ser, también es cierto que examinar las razones por las que muchos de ellos acabaron siendo huéspedes de mazmorras, algunas de ellas muy célebres hoy gracias a sus estancias, aporta una radiografía indirecta del momento en que vivieron. Oscar Wilde acabó mal parado por mantener relaciones con un chico de alta cuna en un momento en el que la homosexualidad era tabú en Inglaterra; Jack London fue acusado de «vagabundear» en Estados Unidos, donde la gente pobre suele ser sospechosa siempre; Casanova estuvo en Los Plomos, la cárcel de Venecia, por algo tan neblinoso como «desprecio a la religión» (durante ese tiempo desarrolló la idea de encabezar un levantamiento del pueblo para masacrar a todos los aristócratas); y Franz Hessel, el marido que completaba el trío con Jules y Jim, estuvo recluido «por su condición de judío».
En el polo opuesto nos encontramos a Ezra Pound, por sus proclamas radiofónicas contra la «plutocracia hebrea norteamericana», o Céline, que difundió libelos antisemitas durante el auge del nazismo. El pecado era claro, pero como fue común en un hombre tan destemplado se defendió de una manera un tanto particular: llamando al juez «chupasangre» y «lameculos».