"Final Fantasy XVI": un monumento neoclásico
La última entrega de una de las sagas más exitosas del videojuego sale a la venta el 22 de junio, en exclusiva temporal para PlayStation 5 y con Clive Rosfield como protagonista para reinventar la franquicia
Madrid Creada:
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Aunque hayamos pervertido su esencia, entre asimilaciones a lo brutalista y lo magnánimo, la épica concerniente al género narrativo bien se puede explicar desde lo maximalista. Hace tiempo que dejamos de transmitirla en verso, y hace tiempo también que su expresión más nítida dejó de estar en la literatura, para traducirse al idioma contemporáneo de la imagen. Pero ahí sigue estando su origen, su explicación más primitiva y su razón misma de ser. Las loas, las odas y las historias en las que se gesta el mito, en verdad, han sido explotadas por todo tipo de medios y subgéneros contemporáneos. Desde el “western” hasta la Segunda Guerra Mundial o los superhéroes, regresando en esta última era hasta la leyenda misma de la concepción del cine como arte de masas, hay en ese ánimo de contarnos todo a lo grande, en realidad, una reflexión sobre lo ínfimos que resultan los individuos para con el mismo registro gregario de la leyenda. Hay quien verá en ello un valor humano contextual y universal, existencialista casi, y hay quien perciba en ello una pulsión coyuntural, una fiebre de eco-ansiedad solo un par de décimas inferior a la provocada cuando supimos con cinco años que el sol explotará, de aquí a cinco mil millones de años.
En la fricción entre ambas interpretaciones, con suma maestría y capacidad para epatar a puro píxel, surgió un videojuego, maravilla del mundo moderno, como “Final Fantasy VII”. La séptima entrega de la antología creada por Hironobu Sakaguchi, que salió a la luz en 1997 pero cuyo impacto trascendería hasta el coronamiento de nuestro siglo, no solo se adelantó en términos narrativos a la revolución que viviría el medio a partir de 2010, sino que además fue capaz de recoger la popularidad que habían cosechado sus anteriores entregas en mercados como el japonés y trasladarla al resto del mundo. Sí, “Final Fantasy” ya era una saga de sobra conocida por los jugadores occidentales. Pero también, sí, su séptima entrega elevó el todo hasta los índices de triunfo de una franquicia global que se ha extendido varias décadas en el tiempo y, sobre todo, varios juegos principales después, además de unos cuantos “spin-offs”.
Tras el tribulado desarrollo de “Final Fantasy XV”, que se estrenó en 2016 con muchos problemas (tanto de rendimiento como narrativos) a solucionar por los distintos parches y versiones que le sucederían, la matriz del invento, la desarrolladora Square Enix decidió (o se vio forzada, dependiendo de qué religión profesen ustedes) a detener momentáneamente la maquinaria de su saga estrella. Los más de diez años que había costado sacar adelante su gran aventura de mundo abierto, más rendida a lo contemporáneo de lo que estaba acostumbrada su propia parroquia, forzaron al gigante videolúdico a una reflexión de corte conservador. Ese “¿Hacia dónde vamos?” mutó, especulamos que junta de accionistas mediante, hacia un “¿De dónde venimos?”. Y así se dio el impulso final y necesario al proyecto de “remake” de “Final Fantasy VII”, con sus tres partes y su expansión narrativa correspondiente que sigue con éxito su camino.
Por suerte, aquella reacción no fue unívoca, y cuando la decimoquinta entrega ya estaba “lista” para salir al mercado, un equipo liderado por Hiroshi Takai y Naoki Yoshida se preparaba para empezar el desarrollo del decimosexto juego de la franquicia. Entre los vestigios del imperio decadente y las ruinas con las que hacer la nueva ciudad; entre la pulsión reaccionaria de conquistar lo ya explorado y el ansia revolucionaria de cambiarlo todo para que todo siga igual. Ahí está el germen de “Final Fantasy XVI”, juego que sale ahora a la venta, tras seis años y el descuento de inversión (además de un presupuesto que, se estima, roza los 100 millones de euros), con la dura tarea de reinventar la rueda. Desde el principio, sus desarrolladores han hablado de él como accesible, como un acercamiento al “mainstream”, tanto en su narrativa como en su sistema de combate en tiempo real. Y, desde el principio también, Yoshida ha tranquilizado a los más integristas, prometiendo que el proyecto se llama “Final Fantasy” por algo y que los cimientos de la franquicia quedarían intactos. Tras pasar algo más de 50 horas con “Final Fantasy XVI”, es hora de sacar nuestras propias conclusiones.
Como ya sabrán todos los interesados y quienes hayan probado la golosa demo que desde hace días está disponible, “Final Fantasy XVI” nos presenta como protagonista a Clive “Guiverno” Rosfield, un proscrito al servicio del reino hegemónico cuyo pasado, en realidad, está conectado directamente con la realeza. De ello nos enteramos bien pronto, gracias al “flashback” posterior a la anagnórisis que, en realidad, es el combustible narrativo de toda la epopeya. Y decimos epopeya, más cuando el juego usa literalmente la palabra “anagnórisis”, porque la nueva entrega de la saga no puede ceñirse más a lo “canterburiano”, a la épica que se trova de pueblo en pueblo y se recita, como poema de hazañas, de mercado en mercado. Lo medieval y lo estrictamente sajón se intuyen ya en lo estético, con castillos impenetrables y arquitecturas monolíticas, pero se sienten con más fuerza en lo narrativo, bien agarrado desde el principio de la historia pero dispuesto a evolucionar hasta lugares a todas luces insospechados.
Y si Clive es el quién, Valisthea es el cómo. Un cosmos partido en dos masas geográficas, Ceniza y Tormenta, y en otra particular ristra de reinos cuyo ajedrez articulará los tintes políticos de la trama. Porque si bien la reminiscencia obvia en el imaginario colectivo moderno nos lleva a “Juego de Tronos”, el nuevo “Final Fantasy XVI” tiene huellas de “Hamlet” y de “Lady Macbeth” (también en su heredada misoginia) por todas partes. Pero es ahí donde el juego no se contenta con entregarse a lo shakesperiano, o a lo devotamente trágico, sino que busca su propia identidad gracias a la injusticia en la que se desarrolla: al tratarse de un mundo dependiente de los cristales como fuente principal de energía, quienes son capaces de utilizarlos en su favor (Portadores) son tratados como dioses (Dominantes) o marginados (casi esclavos), según la religión que se profese en cada reino. Metáfora menos obvia de lo que podría parecer en un principio sobre el racismo y la exotización, es un resorte del cual el juego se vale para levantar un canon de las pequeñas cosas, una guía práctica para entender las tensiones teóricas que asolan Valisthea mientras la práctica, una peste que avanza implacable y convierte en ceniza los campos, hace lo propio.
Llegados a este punto, se convierte en obviedad mencionar que “Final Fantasy XVI” es un juego denso, maduro y adulto. No en la acepción simplista del término, puesto que sí, hay sangre y hay sexo, sino en una más sesuda por aproximación: no se trata de lo importante que es la tragedia para con el desarrollo del personaje de Clive, sino de cómo el protagonista es capaz de lidiar con ella en base a su propia maduración y caída del guindo. No es lo mismo ensartar a un enemigo cegado por la venganza que llevar al jugador de la mano por sentimientos más complejos que el de la rabia homicida, hacerle partícipe de su consciencia misma, incluso ante un personaje carismático por estoicismo como Clive. La clave, en realidad, pasa por la utilización de tópicos subvertidos para reescribir de algún modo el tan sobado camino del héroe a través de un anti-héroe que lo que está haciendo es desandar metafóricamente el camino de su propia estirpe.
Como mencionábamos antes, ello no exime al videojuego de caer, por momentos, en lugares comunes y no escribir demasiado bien a sus mujeres, bien dóciles, bien pérfidas, salvo una honrosa y compleja excepción. Pero ello se convierte en accesorio (por suerte o por desgracia) ante la arquitectura emocional de su protagonista: Clive, como astro mayor de la narrativa, sirve de núcleo al sistema solar (explícito incluso, gracias al mapa que el propio juego nos ofrece para no perdernos entre los personajes) que es el extraordinario “Final Fantasy XVI”. Sus arcos y sus actos, como personaje, son brillantes, y están a la altura de cualquiera de los héroes del medio, desde los Clouds de su misma saga hasta los Kratos, los Ezios o los Links. Acaba de nacer un nuevo referente, porque Clive no se nos presenta en “Final Fantasy”, Clive hace “Final Fantasy” al andar.
Situados pues en el cosmos narrativo de la épica aventura, el desarrollo de las confluencias entre la experiencia y la historia abraza lo canónico. Bien sacaban a colación algunos críticos tempraneros el espíritu de juego de PlayStation 2 que hay en FFXVI, puesto que su empeño honesto es el mismo: la historia es una, pero las interpretaciones dependen de quién coja el mando. Hay más en él de “God of War 2” (PS2) que de “God of War: Ragnarok” (PS4/PS5). Si bien explayarnos en este punto nos haría encontrarnos de frente con el Molbol de los “spoilers”, lo interesante y verdaderamente revolucionario que plantea el nuevo juego es su relación con el integrismo. Bien sea el ideológico, conduciendo a la beligerancia; bien sea el religioso, conduciendo al fanatismo. El guion de Kazutoyo Maehiro y Michael-Christopher Koji Fox se moja como pocos juegos lo han hecho antes, y lo hace peleando en un plano mucho más filosófico que práctico: no, no hay que esperar una diversidad rampante en el juego, por su propia concepción medieval, pero sí una apuesta por un discurso contra ese integrismo que articula la trama en sus momentos más sesudos.
Como si fuera una especie de meta-comentario, sobre la industria, pero también sobre “Final Fantasy” como franquicia, esas tesis encuentran su refrendo en el propio “gameplay”. Con un botón, o con combinaciones de veinte, las peleas se sienten ágiles, diversas (es increíble, inabarcable casi, la variedad de enemigos de esta entrega) y muy, muy divertidas. Porque ese es el gran triunfo de la experiencia FFXVI con el mando en las manos, convertirse en una aventura adaptativa. Está lista para quienes quieran agravar su principio de artrosis y para quien quiera llenarse de épica, para quienes se adaptarán a todos los poderes posibles y quienes mejoren su set particular hasta lo ilegal. Ya está bien de abrazar el integrismo respecto a una saga que, hace ya dos consolas que dejó de hacerlo. Y es que este es un juego, verdaderamente, para todos los tipos de jugador y eso no puede ser más que una noticia maravillosa y a celebrar justo cuando el medio está ante una oportunidad histórica de convertirse en hegemónico por derecho propio. Es posible que los jugadores más experimentados, sobre todo si eligen el Modo Historia por encima del Modo Acción, encuentren lenta la curva de progresión en términos de dificultad, pero la clave está en la paciencia. No morir en sus primeras treinta horas es posible, no terminar completamente volcado en la historia de Clive, no tanto.
Se nota, como ya se ha adelantado y la propia Square Enix ha mostrado, que el combate hereda elementos de “Devil May Cry”, “Kingdom Hearts” y, ahora sí, de los últimos “God of War”, pero la experiencia dista mucho de ser un revienta-botones de manual. Mucho de ello se nota a la hora de ponerse en la piel de los Eikon, cuyas batallas se vuelven menos “guiadas”, menos “cinemáticas” con el paso de las horas y más inmersivas. Si acaso, hay ahí un pequeño problema de magnitudes, distorsionando las distancias y forzando al jugador a adaptarse rápidamente a las proporciones. Todo se complementa con un sistema de “crafteo”, de nuevo, canónico y más bien básico, una progresión de armas dependiente de una tienda, una herrería y los materiales que podamos encontrar en nuestros viajes, y un sistema de salud basado en pociones y potenciadores que, realmente, solo tiene sentido práctico en las dificultades superiores a la estándar.
Explicados los “cómos” y los “qués”, la conclusión no puede ser otra que catalogar a “Final Fantasy XVI” como una joya neoclásica, una verdadera epopeya que, siendo consciente de lo pesado de sus alforjas (ideológicas, históricas) es capaz de trascender hasta lo contemporáneo y llevarnos a un destino no tanto complaciente como satisfactorio. Lo ecológico, por poner un ejemplo, ya cruzaba ese FFVII que tantas veces se saca a la palestra, pero pocas veces se había acercado un “Final Fantasy” a la temática sin resultar estrictamente obvio, sin pintar a brocha gorda los temas que le interesa tratar. Sin caer tampoco, claro está, en medias tintas ni relativismos facilones. La sutilidad de la historia principal –lamentablemente, sigue habiendo un par de secundarias de las de ve a buscarme pan y te quedas con las vueltas- y lo progresiva de la curva de aprendizaje (hasta casi el final seguiremos aprendiendo nuevas habilidades y ganando nuevas herramientas) hacen del juego una experiencia a la que es difícil ponerle peros más allá de los mencionados o alguna que otra caída de “frames” que, esperamos, se solucione con el parche de día 1 que ya se ha aplicado en las versión disponible para este análisis.
Si la duda simplista era acerca de la capacidad de competirle el premio a Juego del Año (GOTY) a títulos como “The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom”, sí, FFXVI es así de bueno. Si la duda fan rondaba los términos y condiciones del “gameplay”, con un modo de juego mucho más accesible y espectacular, sí, FFXVI innova y trasciende lo más canónico en la saga para llegar a nuevos lugares, dejando la puerta abierta a quien busque la complejidad habitual en la franquicia. Si la duda pasaba por la capacidad de “Final Fantasy XVI” para epatar desde lo particular hasta lo universal, sí, el juego tiene las hechuras de un relato de los que hacen época y que, sobre todo, la arquitectura narrativa para expandirse tanto o tan poco como se quiera. Y, por último, si la duda cuestionaba el diseño de producción, la respuesta se vuelve apabullante, hasta abrasadora por momentos: quizá estemos ante la mejor banda sonora (de Masayoshi Soken) que jamás se haya creado para un “Final Fantasy” y una de las mejores de la historia del medio, yendo desde lo épico hasta lo costumbrista, atreviéndose a deambular por géneros inesperados como el techno o incluso híbridos “rapeados”, acompañamiento perfecto para las batallas más espectaculares pero, guitarra española mediante, también para los de calma y reflexión.
Todo lo que se pueda escribir, "stremear" u opinar sobre FFXVI, que imaginamos será mucho y en muchas direcciones, bien puede reducirse cual extracto de alquimia a una de las características más auto-explicativas del juego: mientras deambulamos por Valisthea, en prácticamente cualquier momento del juego, podemos presionar el panel táctil del mando de PS5 y acceder a una guía rápida de "lore" de lo que está ocurriendo en ese mismo instante. Ese detalle, un mero guiño a los más "hardcore" que quieren saborear la experiencia épica completa, nos habla de que la revolución en FFXVI es esencialista, no estética. ¿Por qué apelar al proselitismo cuando la naturaleza de tus dimensiones, como juego y como franquicia, siempre ha sido maximalista? Yoshida y Takai entienden "Final Fantasy" como un ágora a partir del cual expandirse, no una biblioteca cerrada. Y ahí, como Carta Magna y relato casi re-fundacional, "Final Fantasy XVI" se convierte en monumento. Con sus columnas históricas y con su friso de espectacularidad, partículas y luces llamativas, pero también con un interior en el que comulgar, en el que sacudirse de encima lo obvio y escribir un RPG con todas sus letras, a la altura de las expectativas y, sobre todo, listo para devolver a la saga a lo más alto de la historia del videojuego.