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El adulterio y la doble moral en la antigua Roma

A pesar del ascendente moral de la tradición y del peso de la ley, en Roma no abundaban los hombres que se mantenían fieles a sus esposas
La Razón
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La imagen del sexo en la cultura romana no podría estar más estereotipada. A ojos de la mayoría de los que habitamos en el presente aparece repleta de anécdotas de emperadores que se prostituyen, grafitos obscenos, pinturas pornográficas e innumerables representaciones de falos que proliferan por todas partes, tanto si es en frescos como en relieves o en todo tipo de objetos de uso cotidiano. Todo ello dibuja una idea sesgada en la que aparentemente despunta una sexualidad salvaje, descontrolada y desprovista de tapujos. Sin embargo, la realidad histórica era mucho más terrenal y probablemente menos alocada.
A juzgar por la perspectiva que prefiguran las fuentes, la percepción que tendría el romano medio de la sexualidad de su época es la de un modelo centrado en los paradigmas de lo masculino, de la autoridad y del dominio. La obtención del placer era un privilegio de los hombres libres, sobre cuyas espaldas recaía la responsabilidad de intentar preservar el difícil equilibrio entre el placer sexual (propio) y el futuro del matrimonio y la familia, que pasaba siempre por las decisiones del «pater familias». Aparentemente, pues, la fórmula es sencilla, pero si acotamos el terreno fácilmente nos damos cuenta de que la conducta sexual de los romanos siempre estuvo repleta de contradicciones.
Durante décadas, teóricos e historiadores romanos dedicaron grandes esfuerzos en aleccionar a sus congéneres insistiendo en la importancia de las apariencias, que con la crisis de la República parecían romperse en pedazos acompañadas por la molicie que se había adueñado de las élites romanas desde la conquista de Grecia. Aunque se refería a las cuestiones literarias y no a las morales, Horacio acuño allá por el 20/19 a. C. la famosa frase de: «Graecia capta ferum victorem cepit» («la Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó»), que resumía para muchos la forma en que las influencias ajenas habían ido limando las bases de la austera tradición republicana («mores maiorum»).
En aquellos tiempos de incertidumbre, el severo Catón, el Censor (234-149 a. C.), paladín de la tradición, había llegado a expulsar a un miembro del Senado por haber besado a su propia mujer a plena luz del día en presencia de su hija (Plutarco, «Catón» XVII.7). Pese a todo, aunque el paradigma a aspirar en los estándares antiguos de los «mores maiorum» era el de la moderación, el mundo romano estaba repleto de excepciones, hasta el punto que era raro que a alguien se le pudiera caracterizar como fiel al matrimonio, y aun siendo lícito (con mesura) tener sexo con prostitutas y esclavos si se era un hombre libre, no abundaban personajes como Druso Germánico –hermano de Tiberio y padre de Claudio–, del que se afirmaba que solo tenía sexo con su esposa (Valerio Máximo IV.3.3). En todo ese juego de valores «versus» tendencias, la doble moral pública puso su foco en el adulterio. Augusto, empecinado en poner orden a una sociedad cambiante, decretó la «lex Iulia de adulteriis coercendis», que convertía el acto en delito pero solo dependiendo del estatus social de los implicados.

Reformas morales

Otros como Domiciano realizaron otras reformas morales de cierta envergadura. La investigación actual sostiene que esta cuestión era algo que preocupaba más que otros temas aparentemente más controvertidos para ellos, como la pederastia o las relaciones homoeróticas entre mujeres. Pero entretanto, y aun bajo la amenaza del fantasma adulterio y sus consecuencias jurídicas, la sociedad romana seguía a lo suyo.
Ovidio terminó desterrado por sus escritos de apología a la infidelidad, mientras que otros más hábiles como el mencionado Horacio prefirieron poner su foco en señalar los peligros que entrañaba para el amante que el marido cornudo le descubriera «in fraganti» en su propia casa y con su propia esposa: «Este se tiró de cabeza desde un tejado, a aquél lo mataron a golpe de látigo; este, al huir, cayó en medio de una feroz banda de ladrones, este se tuvo que rescatar con dinero, a este le dieron por culo unos mozos de cuadra. [...] Incluso ocurrió que a alguno, a cuchillo, le segaron los testes y el rabo salaz» («Sátiras» I.2.37-46). «¿Qué diferencia hay entre que te enroles como gladiador para que te abrasen con vergas y con la espada te maten y que, vergonzosamente encerrado en el arcón, en el que te ha metido una cómplice del delito de su ama, te toques las rodillas con la cabeza encogida?» (II.7.56-60). Según él, salía más a cuenta recurrir a esclavos o prostitutas que arriesgarse a salir mal parado en semejantes aventuras.
Detrás de estas ideas subyace el tópico literario, muy en boga en los primeros siglos del Imperio, de la matrona que debe buscar el placer fuera del matrimonio –exponiéndose a graves consecuencias si era acusada públicamente– y del ciudadano de estatus que considera un reto personal el seducir a una respetable «mater familias». Y es que, pese a todo, y a falta de armarios en los «cubicula» de la época, siempre había quien prefería la falsa seguridad que ofrecía el arcón si la cosa se ponía fea.
  • «Sexo en Roma» (Arqueología e Historia n.º 39), 68 páginas, 7 euros.