Cuando el Cid derrotó a Napoleón: la conspiración del marqués de la Romana
Gracias al «Cantar de mío Cid» y la astucia de este noble, miles de españoles lograron escapar de Dinamarca engañando a las fuerzas de Napoleón para regresar a España y combatir en la Guerra de Independencia
Madrid Creada:
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La Guerra de Independencia (1808-1814) dejó en España un gran legado: la aparición efectiva del liberalismo político, los inicios de la pérdida de los virreinatos en América, así como numerosos cambios políticos y sociales que son demasiados para mencionar aquí. No obstante, este conflicto también dejó tras de sí, en tanto que lucha contra el invasor francés en nombre de la nación, grandes figuras que ya han pasado al estatus de leyendas. Como Agustina de Aragón y su famoso cañón, los militares Daoíz y Velarde o la curiosa imagen del Cura Merino, combatiente valiente entre los valientes arrebujado en su sotana. No obstante, algunas figuras, pese a haber realizado acciones más destacadas aún, han resultado olvidadas. Este es el caso de la expedición española en Dinamarca y su comandante, el marqués de la Romana, cuya agudeza y astucia le llevaron a protagonizar unos eventos que poco o nada tienen que envidiar a las más complejas tramas de espías.
La historia comienza con Manuel Godoy, el favorito del rey Carlos IV, y su alianza con Napoleón para invadir Portugal y cortar el lazo tradicional que unía a los lusos y a Gran Bretaña. En marzo del año 1808, 13.355 soldados españoles llegan a Dinamarca con el objetivo de apoyar al ejército francés en su ofensiva en el mar del norte. Estos hombres se encontraban bajo el mando del marqués de la Romana, Pedro Caro y Sureda, un destacado militar que había formado parte tanto de la Armada como de Ejército de Tierra. No obstante, en poco tiempo la situación tomaría un cariz más complejo, y una ofensiva militar se convertirá en un juego de dobles lealtades y conspiración.
La estancia en calma en Dinamarca duró poco, aunque resulta históricamente muy interesante. Y es que los daneses tenían en alta estima a las fuerzas españolas, a las que consideraban sociables y cercanas, lejos del trato brutal que alegaban haber recibido de los franceses. Tanto era así que denominaron con cariño a las fuerzas hispanas como «caracos», a causa de la costumbre de los españoles de pronunciar constantemente la palabra «carajo».
Noticias del motín de Aranjuez contra Godoy el 18 de marzo 1808 y de la invasión francesa en España comenzaron a llegar a Dinamarca, lo que complicó enormemente la situación. Más complejo se tornó todo tras el levantamiento del 2 de mayo, cuando España quedó partida entre los apoyos del rey impuesto por Napoleón, José Bonaparte, y las juntas locales que luchaban por la independencia. En este contexto, el gobierno español contrario a Francia, con ayuda de los ingleses, comenzó a tramar un plan para traer de vuelta a las tropas de Dinamarca para poder combatir en territorio nacional.
Así lograron que el sacerdote católico escocés James Robertson, haciéndose pasar por un mercader de chocolate, alcanzase las costas de Dinamarca y consiguiese comunicarse con el marqués para transmitirle cómo se encontraba la situación en España y el plan que tenían para evacuarles. Aun así, el gobierno británico temía que no creyese al emisario, por lo que se ideó un curioso plan. John Hookham Frere, destacado diplomático británico, fue consultado para realizar esta operación de salvamento, pues era amigo personal del marqués de la Romana desde su estancia hacía años en Madrid, por lo que tramó una manera de hacerle saber que el mensaje venía de su parte y que era verdad. De tal manera, Frere ordena a James Robertson que recite un fragmento del «Cantar de mío Cid» sobre el que ambos, marqués y diplomático, habían discutido durante semanas en la época en la que el británico estuvo destinado en Madrid.
Al oír el fragmento del mítico poema el marqués se quedó tranquilo y comenzó a tramar la salida de sus tropas de territorio danés para poder regresar a España. El sistema de comunicaciones, desde entonces, para evitar ser detectados, se realizaría a través de un intrincado código sustentado en fragmentos del «Cantar de mío Cid» que se mantendría durante semanas. Pese a esto, los franceses comenzaban a sospechar. Ante un posible acto de insurrección, el mariscal Bernadotte, que temía a los regimientos españoles, pues los consideraba brillantes y llegó a afirmar que «con este regimiento entraría yo en el infierno y arrojaría de él al diablo», obligó a los soldados españoles a jurar lealtad a José Bonaparte. Todo esto, claro, mientras el francés reunía un ejército para poder rodear a los hispanos en caso de que se mostrasen rebeldes a las órdenes.
Aquí se presentó una situación de gran tensión, pues la tropa se mostraba muy reacia a jurar, pero no hacerlo implicaría un ataque directo de los franceses a las fuerzas españolas, divididas por buena parte de Dinamarca y con posiciones defensivas muy débiles. Es aquí donde la genialidad del marqués brilló, y es que sí que dio la orden de jura, pero permitió que los juramentos fuesen ridículos. Algunos no mencionaron al nuevo rey, jurando «por España», otros afirmaban que ellos jurarían lo que «juren los oficiales» y otros directamente permanecieron en silencio. De tal manera, Romana lograba cubrirse las espaldas al afirmar que él dio la orden pero que la tropa no lo había cumplido de la forma más correcta.
Esto sirvió para ganar tiempo, aunque Bernadotte dio un ultimátum a los españoles para que se realizasen los actos de una forma efectiva o habría consecuencias. Recordemos que el juramento, aunque ahora nos pueda parecer algo poco relevante, era clave en la época. Y es que se juraba por Dios y el honor, lo que hacía que en una población muy religiosa y en la que el concepto de este resultaba indispensable, un juramento sólo se realizaba por causas en las que se creyese y los soldados, opuestos a los franceses, se negaban a mentir a Dios y a ellos mismos. En todo caso, justo antes del ataque galo a las insurrectas tropas de Romana, se recibió la noticia que llevaban semanas esperando y la evacuación estaba lista.
El 9 de agosto de 1808, Romana toma la ciudad danesa de Nyborg, arrebatándosela por sorpresa a los franceses, y da la orden a todas las tropas de avanzar a Langeland, donde los ingleses esperaban para realizar la evacuación. Tras varias semanas de sitio por parte de las tropas de Bernadotte, 9.000 españoles lograron embarcar, poniendo rumbo primero a Suecia y luego a Inglaterra.
El 19 de octubre arribaron a la península y se unieron a las tropas de las Juntas de Defensa. Bajo el mando de Romana se iniciaron varias campañas por todo lo ancho de la geografía española para dar apoyo a los cuerpos del ejército más grandes y asistir a las ciudades sitiadas. En estas batallas, si bien fue derrotado en varias de ellas, mostró su genio militar de nuevo, apareciendo cuando era necesario, si bien las fuerzas francesas eran superiores en número, equipamiento y organización.
El 23 de enero de 1811, después de varios años de batalla y de haber recorrido buena parte del país, cuando se encontraba llegando en auxilio de Badajoz, sitiada por entonces, sufre un brutal golpe del que no se recuperaría. En el cuartel de Cartaxo, en Portugal, tiene un ataque de disnea –dificultad respiratoria– de origen desconocido que lo lleva a la muerte en poco tiempo. Y allí, en Portugal, preparándose para otra batalla, fallece Pedro Caro y Sureda, dedicando hasta sus últimos momentos de vida a la lucha por su país.
Su figura, aunque relativamente olvidada entre los grandes hechos de la Guerra de Independencia, resulta verdaderamente asombrosa. Su astucia política, cómo logró engañar e impresionar a las fuerzas napoleónicas y regresar desde un país tan lejano como Dinamarca a España para combatir en nombre de su nación, lo convierten por méritos propios en una de nuestras grandes figuras históricas cuyas hazañas, al igual que las de Blas de Lezo o el Gran Capitán, no deben ser obviadas.
EL MÁS SINCERO PATRIOTA
Pese a que se haya olvidado en la actualidad, el marqués de la Romana fue muy valorado en su época por quienes le conocieron. Durante su vida recibió muchas alabanzas y, tras su muerte, decenas de grandes figuras quisieron rendir honores al hombre que había logrado tamañas hazañas. El duque de Wellington, polémica figura histórica en España, se deshizo en halagos hacia él, afirmando que con su muerte «el ejército español ha perdido su más bello ornamento, su nación el más sincero patriota y el mundo el más esforzado y celoso campeón ». Los cronistas de la época afirmaban que «vivirá eternamente en el corazón de todos los españoles».