La sangría de la guerra de Secesión de EE.UU: un millón de cadáveres que no importaban
La Guerra de Secesión costó la vida a 600.000 soldados y 750.000 civiles. Un libro revela cómo los militares no informaban del destino de los soldados a sus familias
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La Guerra de Secesión de Estados Unidos costó tantos combatientes «como la suma de todos los conflictos armados que sostendría este país desde la Independencia hasta los primeros años de Vietnam». Un norteamericano corriente de 1860 podía proyectar con suma facilidad cómo sería su fallecimiento y mantendría en su imaginario una concepción familiar de la muerte. Las personas solían despedirse en su entorno, rodeado de las fotografías de las personas amadas, consolado en sus últimos compases de vida por los seres queridos que hubiera a su alrededor y pudiendo expresar las últimas voluntades. Pero ese retrato casi victoriano y romántico acabaría con el inicio de la guerra civil, que dejaría en los campos de batalla una cifra casi impensable hasta entonces para cualquier persona: 620.000 soldados y 750.000 civiles, que, hoy en día, equivaldría a unos seis millones de víctimas.
En su momento, eso correspondía al dos y medio por ciento de la población estadounidense. «Por cada yanqui muerto cayeron tres confederados; uno de cada cinco sureños en edad militar no sobrevivió», comenta Drew Gilpin Faust, presidenta emérita de la Universidad de Harvard, autora de «Esta república del sufrimiento» (Desperta Ferro). «Casi todos los hogares lloran una pérdida», dice un testimonio. Otro señala: «Todos tenemos nuestros muertos (...), todos tenemos nuestras tumbas». Un testigo de Carolina del Sur dejó escrito: «El mundo nunca había visto una guerra semejante». «Entre 1861 y 1865 se incorporaron a filas alrededor de 2,1 millones de nordistas y 880.00 sudistas. El Sur alistó a tres de cada cuatro hombres blancos en edad militar», apunta la historiadora. Pero esta ordalía de sangre y dolor rebasó los límites de los combates militares y fue más allá. «La guerra también mató a civiles, pues las batallas se libraban en granjas y campos, los campamentos de los soldados propagaron enfermedades epidémicas, las guerrillas perpetraron violencia y represalias contra mujeres e incluso niños, los tumultos contra la recluta forzosa afectados a ciudadanos inocentes y, en algunas regiones del Sur, la escasez de alimentos provocó inanición».
A la altura de esa fecha, la tasa de mortalidad había comenzado a descender, pero doce meses después «la muerte reinaba con potestad universal» y se había convertido en algo ordinario. Los jóvenes y adultos trasladados al frente tuvieron que enfrentarse sentimientos encontrados. Por primera vez en sus vidas se encontraban en la disyuntiva de tener que matar a sus prójimos, que es el trauma de todo conflicto civil. Cientos de cartas, leídas por la historiadora, reflejan este trauma y lo que suponía el instante de matar. «Les resultaba difícil acabar con personas que se parecían a ellos». Además, arrastraban consigo una educación que les había impuesto el respeto al prójimo. Ahora debían acudir a esa misma religión para buscar argumentos que les justificara exterminar al otro. «A veces era la religión la que les hacía pensar que eran el ejército de Dios o soldados cristianos, y eso les permitía matar. De hecho, la religión pudo facilitar tanto el matar como el morir», comenta la autora. Otro de los sentimientos al que acudían para robustecerse en esta tesitura fue el odio. La necesidad de vengar a los amigos heridos, mutilados o abatidos con los que compartían camaradería. «Un soldado tenía cinco veces más posibilidades de morir que alguien que no se hubiera incorporado a filas», asegura Drew Gilpin Faust. Ella misma recoge las palabras de un capellán que aludía a que nadie se ha enfrentado a muerte como esta.
Los prejuicios, además, se llevaron a las batallas. Las supuestas reglas y normas de la guerra que brindaban a los prisioneros y derrotados solo se obedecían con los blancos. La población negra no recibía este trato. «Una prueba de ello son las atrocidades que se cometieron contra soldados afroamericanos». Ellos eran masacrados y no se les hacía prisioneros. Para los sureños «no eran verdaderos soldados. No tenían legítimo derecho a llevar uniformes militares y a luchar. Algunos comandantes incluso alentaron a ignorar las leyes de la guerra y el trato diferenciado de los soldados negros de la unión». Para muchos confederados, acabar con ellos formaba parte de lo que defendían. El resultado fue masacres como la de Fort Pillow.
El paisaje que dejaba cada enfrentamiento era dantesco. Los médicos tuvieron que instalar tiendas especiales para acoger solo a los combatientes con heridas gangrenadas. «Los testigos de los hospitales de campaña comentaban, casi de forma unánime, el horror de los montones de miembros apilados junto a la mesa del cirujano, disociados de los cuerpos a los que habían pertenecido, transformados en objetos repulsivos que antes eran partes esenciales de una persona. Estos brazos y piernas eran tan inidentificables –e irrecuperables– como las decenas de miles de desaparecidos». A esto había que sumar las imágenes de la guerra: «Los soldados no hallaban palabras con las que describir los cuerpos despedazados que yacían» por todas partes.
Una de las grandes tragedias era que los muertos no importaban en un principio a los responsables de militares y gubernamentales. La magnitud del conflicto civil no previó qué hacer con los caídos. Ambas partes solo cayeron más tarde en el espanto que suponía que los familiares de los soldados no supieran qué había sido de ellos. «La gente en casa no confiaba en que se les avisaría» de su fallecimiento. Solo llegaban noticias a través de otros hombres enrolados que luchaban en sus unidades. Las personas «acudían en masa a los campos de batalla para tratar de encontrar a sus seres queridos desaparecidos y proporcionarles la atención que temían que de otro modo no tendrían». Los padres rastreaban el terreno con el anhelo de dar con sus hijos. La Guerra de Secesión puso fin a la esclavitud, ayudó a dar un significado más claro a palabras hoy cruciales de nuestra democracia como «libertad», «ciudadanía» e «igualdad». Dio forma a un nuevo estado-nación. Pero esta nación, Estados Unidos, fue, como se dijo entonces, «la obra de la muerte».
Antes de esta guerra no había cementerios nacionales en Estados Unidos. Tampoco había manera de identificar a los cadáveres porque no existían las famosas «Dog Tags», las chapas de identificación, y tampoco se notificaba nada a las familias de los soldados. De esto se encargaban los propios camaradas de los combatientes. Fue a raíz de este conflicto cuando las autoridades decidieron honrar a los caídos, reservar espacios para los hombres que habían entregado su vida y recuperar los muertos abandonados.