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Jordan B. Peterson contra la inquisición identitaria

El escritor ha recibido una sanción por un tribunal canadiense que le obliga a pasar un curso de profesionalismo por sus opiniones críticas con la ideología de género y la corrección política
Jordan B. Peterson
Jordan B. PetersonLuis DíazLa Razón

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En febrero de este año, el Colegio de Psicólogos de Ontario (Canadá) amenazaba con retirar su licencia para ejercer a Jordan B. Peterson, psicólogo y ensayista, autor del superventas «12 reglas para vivir». ¿El motivo? Sus criticas abiertas en redes sociales y medios de comunicación a la legislación en Canadá en lo referente a los pronombres de género, que tacha de «discurso obligado», así como al primer ministro Justin Trudeau (y contra los ecologistas, a los que tacha de «mentirosos instigadores del apocalipsis climático», contra las políticas de género, contra las medidas durante el Covid…) y la negativa de Peterson a someterse a las medidas disciplinarias que se le exigían por ellas. El Colegio, en su página web, informaba al respecto: «En una decisión publicada el 22 de noviembre de 2022, el Comité de Consultas, Quejas e Informes decidió exigir que el Dr. Jordan Peterson complete con éxito un Programa de Educación Continua o de Recuperación Especificado (SCERP) prescrito. La sustancia del SCERP es un Programa de Entrenamiento para abordar cuestiones relacionadas con el profesionalismo en las declaraciones públicas».
Además de esta suerte de «reeducación», exigían al autor que firmase una declaración afirmando que con sus declaraciones públicas había sido poco profesional. Peterson instaba al Colegio a seguir adelante con el proceso disciplinario al tiempo que casi un centenar de reconocidos intelectuales firmaban un manifiesto denunciando una situación casi inquisitorial que, en su opinión, socava la libertad de expresión y de cátedra. Ápteros como Jonathan Haidt («La mente de los justos»), Abigail Shrier («Un daño irreversible»), Douglas Murray («La masa enfurecida») o Claire Lehmann (editora de Quillette), entre otras muchas personalidades relevantes, suscribían un texto con el que llamaban la atención sobre este hecho. «El Colegio de Psicólogos de Ontario», denunciaban, «está abusando de su mandato de garantizar la integridad profesional para participar en la vigilancia del pensamiento, el adoctrinamiento ideológico y el discurso forzado, lo cual es inaceptable en una democracia liberal. Denunciamos este comportamiento extremadamente poco ético sin reservas. Le instamos a que abandone su inquisición y salve lo que queda de la posición moral y profesional del Colegio».
Contracultura
ContraculturaJae Tanaka
Steven Pinker, autor del imprescindible «En defensa de la ilustración» y también firmante de dicho manifiesto, preguntado al respecto en su momento por este periódico, mostraba su preocupación y afirmaba que, efectivamente, «la libertad de expresión está en peligro. Especialmente en los campus universitarios. Al menos en Estados Unidos. Pero también lo está en muchas otras asociaciones profesionales, y lo ocurrido con Peterson es un ejemplo perfecto. Yo estoy en desacuerdo con muchas de las posiciones de Peterson y estaría feliz de argumentar en contra. Podríamos tener un interesante debate algún día. Esa es la clave: la única forma de mostrar que sus ideas puedan estar equivocadas sería permitirle expresarlas y participar de un intercambio. Porque tal vez sean mis ideas las que estén equivocadas. Pero nadie lo va a saber a menos que tengamos esa discusión. Que la Asociación Psicológica de Ontario diga que no es capaz de ser psicoterapeuta debido a que sus opiniones van en contra de la ortodoxia académica es tremendamente destructivo».
Ahora, seis meses después, un tribunal de Ontario acaba de dictaminar que Jordan Peterson debe cumplir la orden del Colegio de Psicólogos y afirma que estas medidas disciplinarias «no le impiden expresarse» y tienen «un impacto mínimo en su derecho a la libertad de expresión». El ensayista, como era de esperar, no se da por vencido. En su perfil en Twitter respondía a la sentencia con un retador «defiendo lo que he dicho y hecho y les deseo buena suerte en su continuada acusación. Lo van a necesitar». Por supuesto, no ha dejado de pronunciarse al respecto de cualquier tema como hasta ahora venía haciendo. Pero el precedente que podría sentar esta sentencia es peligroso: de no claudicar ante el pensamiento hegemónico, renunciando a sus propias ideas y a la libertad de expresarlas libremente, se arriesgaría uno a ser sancionado y cancelado. «El caso de Jordan Peterson», apuntaba en conversación con este diario el profesor Alejandro Zaera-Polo, que sufrió él mismo un caso de cancelación, como explica detalladamente en su libro «La universidad de la postverdad», «representa un peligroso salto de las políticas de la cancelación al seno de las propias organizaciones profesionales. El establecimiento de un sistema de «reeducación» ideológica coincide con la supresión de la libertad de expresión que practican sistemáticamente las universidades norteamericanas con las estrategias de DEI («diversity equality inclusivity») que imponen protocolos que atentan contra la libertad académica y de expresión».
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Pero las políticas de cancelación se sustentan sobre otros hombros, unos que las legitiman y apoyan, que las justifican como instrumento necesario para lograr un bien superior y general. En su libro «La libertad de expresión y por qué es tan importante», el escritor y periodista Andrew Doyle, esboza un posible factor determinante a la actual «buena prensa» de la censura: «...puede deberse a un cambio radical de la actitud del público respecto a la libertad de expresión y a su crucial función en una sociedad liberal. Una nueva conceptualización de la “justicia social” basada en la identidad ha traído consigo cierta desconfianza hacia la libre expresión sin trabas y ha suscitado llamamientos a una mayor intervención por parte del Estado. Y eso nos deja ante ese confuso y extraño fenómeno: el autoritario bienintencionado. Cuando quienes anhelan una sociedad más justa también reivindican la censura, nos vemos varados en un terreno poco conocido. ¿Cómo se supone que debemos reaccionar cuando quienes desean privarnos de nuestros derechos creen sinceramente que lo hacen por nuestro propio bien?».
Precisamente por eso es necesaria y admirable la resistencia de Peterson ante las presiones, independientemente de si estamos o no de acuerdo con él, como subraya Pinker: porque él puede permitírselo. Tiene el nombre, el prestigio y los recursos. Alguien cuya carrera está empezando y no le sustenta una trayectoria y unos contactos, una repercusión mediática, no puede permitirse la heroicidad de sacrificar su modo de vida en el altar de nuestras libertades. Y estas, cuando se dan por descontadas, es cuando están realmente en peligro.
Nos recuerda Doyle, y haría bien el Colegio de Psicólogos de Ontario en tomar nota, que «la historia no es benévola con la soberbia de quienes, como los inquisidores de Galileo, se erigen en árbitros de lo que es permisible en materia de libre expresión y pensamiento. Su autoridad depende únicamente de la sabiduría de su época. Hoy, los escépticos de la libertad de expresión se caracterizan por una tendencia similar a confundir la autosatisfacción con la infalibilidad. Aparte de todo lo demás, la historia de Galileo es un poderoso recordatorio de la importancia de la libertad de expresión, y de que nadie puede estar seguro de qué herejías de hoy se convertirán en las certidumbres de mañana».