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¿Es lícita la tortura cuando una bomba puede estallar?

Bob Brecher reflexiona sobre la inutilidad de esta práctica presente desde la antigüedad hasta Ucrania
Fosas de civiles en Bucha, ciudad donde los rusos asesinaron civiles
Fosas de civiles en Bucha, ciudad donde los rusos asesinaron civilesEuropa Press
La Razón

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La masacre de Bucha, entre otras cometidas recientemente por las tropas rusas durante la invasión de Ucrania, ha vuelto a evidenciar cómo la historia de la humanidad, a menudo tan oscura como un viaje al final de la noche, parafraseando al escritor francés Louis-Ferdinand Céline, es también la crónica de su brutalidad aplicada al prójimo. De su capacidad para inventar y refinar torturas, las cuales tienen tantas finalidades como personas las llevan a cabo. Desde conseguir cualquier tipo de información o la aplicación de un castigo, hasta la obtención del placer más macabro.
¿Pero, qué es la tortura? Parece una cuestión simple, pero nada más lejos de la verdad. Bob Brecher, autor del libro "Tortura. Hay una bomba a punto de estallar", publicado por la editorial Altamarea, asegura que “ni puede ni debe ser definida” porque en el momento en que es descrita, normalmente para darle un contexto legal para poder juzgarla y condenarla, esta acaba excluyendo nuevas formas de brutalidad que se saldrán de los márgenes de la definición y, por lo tanto, no serán considerados como tal.
Para ello, utiliza como ejemplo la definición de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura (1984), la cual establece que es “el acto de infligir intencionadamente dolor o sufrimiento severo, ya sea físico o mental, por instancias, o con el consentimiento u aquiescencia de un funcionario público”. Algo que para Brecher “excluye explícitamente cualquier dolor o sufrimiento que surja de una sanción legal incidental o inherente al procedimiento. Bajo esta definición, si las órdenes judiciales para torturar tuvieran fundamento jurídico en casos en los que se oculta información dejaría de contar como tortura, pues sería inherente al procedimiento jurídico”, concluye.
La afirmación del autor tiene muchos precedentes históricos. En el caso de España, sin duda, el más conocido es el que aplicó el Tribunal de la Santa Inquisición, creado en el siglo XIII para perseguir a brujas, herejes, sodomitas y todo aquel que se saliese del camino religioso marcado por la Iglesia Católica. Sus procesos, siempre punitivos y crueles como la tortura del potro, cuyo objetivo era estirar los miembros del reo, o el castigo del agua, cuya función era provocar una sensación extrema de ahogamiento en la víctima, algo que se sigue practicando hoy en día con el waterboarding "institucionalizado por la administración del expresidente norteamericano Goerge W. Bush" formaban parte del proceso de su versión de la justicia.
No es algo nuevo. En la Grecia helénica, cuna de la democracia ateniense que lleva siglos inspirando a Occidente, los esclavos siempre eran interrogados por medio de la tortura porque consideraban que las pruebas obtenidas a través del dolor eran más fiables. Y en el Imperio Romano, raíz del derecho que todavía nos rige, esta podía emplearse en caso de que el acusado cometiese un crimen contra la autoridad o laesa majestas.
¿La brutalidad, funciona?
Las víctimas supervivientes de las torturas jamás olvidan lo que vivieron. Las heridas físicas se pueden curar, las mentales son de por vida, como se evidencia en los restos de esta práctica en la antigua armería convertida en cámara de la muerte del palacio presidencial en Kampala, donde Idi Amin, el dictador que rigió Uganda entre 1971 y 1979, asesinó a miles. Las paredes todavía tienen las marcas e imprentas de las manos ensangrentadas, así como los mensajes desesperados de los reos. En República Centroafricana las presencié a manos de la milicia musulmana PK5 de Bangui. Y en la guerra de Afganistán, todos los soldados de la base de Bagram sabían lo que sucedía en la prisión controlada por Washington: a pesar de la música a todo trapo que venía del interior no conseguían apagar los gritos de los prisioneros.
“La tortura sigue siendo un instrumento a disposición de los países «civilizados»”Bob Brecher
En esa base, la más grande que tenía la coalición internacional en el país, compuesta en su mayoría por democracias donde la tortura está prohibida, se formaron los soldados norteamericanos encargados del suplicio de los iraquíes encarcelados en Abu Ghraib. “La tortura sigue siendo un instrumento a disposición de los países «civilizados»”, recuerda Bob Brecher en su libro. Asimismo, el país que se cree el más demócrata del mundo todavía tiene abierto el centro de detención de Guantánamo, a pesar de que la Administración del expresidente Barack Obama prometió cerrarlo. Allí, a tan sólo unos kilómetros de sus costas, en tierra de nadie y fuera de las leyes que rigen Estados Unidos, estas se siguen llevando a cabo.
En Iraq, durante la batalla de Mosul, tras entrevistar a uno de los combatientes del ISIS encerrado en la prisión de Kirkuk, el cual presentaba evidentes signos de haber sido vejado y violentado, se hizo evidente que cualquier persona sujeta al dolor más allá de lo imaginable acabará diciendo cualquier cosa para que este termine. Por ello, cabe plantearse, ¿la tortura como método para obtener información funciona?
Un estudio publicado en 2014 por la revista Applied Cognitive Psychology sobre “El quién, qué y por qué de la recopilación de inteligencia humana”, concluyó, después de entrevistar a 64 torturadores y víctimas que “los detenidos tenían más probabilidades de revelar información significativa en las fases tempranas de la entrevista, cuando se usan técnicas de construcción de relaciones”. Además, otro informe de la misma publicación, el cual consultó a 152 interrogadores, evidenció que “las técnicas de comunicación se percibieron como las más efectivas independientemente del contexto y el resultado previsto, particularmente en comparación con las técnicas de confrontación”.
Podrán torturar mi cuerpo, romper mis huesos e incluso matarme. Así, obtendrán mi cadáver. No mi obediencia”, escribió Mahatma Gandhi, probando que la tortura, siempre adscrita a la idea de que el fin justifica los medios, suele ser una medida que, aunque acabe con la vida de muchos, o los cicatrice de por vida, nunca ha conseguido vencer al espíritu humano, ya sea el de un terrorista con intenciones asesinas, o el de un luchador por la libertad y los derechos de las personas.
UCRANIA, UN NUEVO CAPÍTULO
Pero la tortura continúa hoy en día, cerca, en Ucrania. Un ex teniente del ejército ruso, Konstantin Yefremov, denunciaba, en un testimonio atroz, que muchos prisioneros ucranianos habían sido amenazados con ser violados y mandar el vídeo a sus familias. Otros reos, directamente, fueron disparados sin contemplaciones. En noviembre, Dmytro Lubinets, comisario de Derechos Humanos del Parlamento ucranio, mostraba a cámara los sótanos donde los rusos habían aplicado descargas eléctricas (luego han aparecido más estancias similares a esas). Y en Jersón se denunciaron «cámaras de torturas para niños»: celdas infantiles donde se les maltrataba psicológicamente. Yulia Gorbunoca, de Human Risghts Watch, constataba torturas en Zaporiyia y señaló que esta práctica se producía en todas las áreas ocupadas del sur de Ucrania por las tropas de Putin, donde el trato es inhumano; «la detención arbitraria y el confinamiento ilegal de los civiles» están documentados. Una mujer en Jersón contaba que los rusos la asfixiaban envolviendo su cabeza con bolsas de plástico y otra que le dieron golpes en forma de «z» (el símbolo de las fuerzas rusas) . Hasta la ONU ha reconocido que Rusia tortura a los ucranianos.
NI LA SOCIEDAD MÁS "DECENTE"
El filósofo Bob Brecher escribe un gran ensayo contra la tortura, una práctica que todavía sigue vigente en numerosos conflictos
«Tortura. Hay una bomba a punto de estallar», de Bob Brecher
★★★★★
Por David HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
«Damiens fue condenado el 2 de marzo de 1757». Las primeras palabras del clásico moderno de Foucault, «Vigilar y castigar» (1975), recuerdan la horrenda tortura y ejecución de quien intentó el magnicidio fallido contra el rey Luis XV y fue condenado a la pena más cruel: suplicio, descuartizamiento y hoguera. Pero es que la tortura, parte integrante del Antiguo Régimen, había sido básica en cualquier procedimiento penal desde el derecho romano. No sería hasta la ilustración cuando empezaran a surgir –ante espectáculos tan terribles como el de Damiens, que contempló Casanova– voces humanistas esenciales, como la de Cesare Beccaria (1764), que carga contra su uso por la paradoja, más médica o matemática que jurídica, del resultado variable según una fórmula tipo «dada la fuerza de los músculos y la sensibilidad de los nervios de un inocente, encuéntrese el grado de dolor que le hará confesarse culpable de un delito determinado». En la literatura, Jack London evoca el horror de la tortura en su impactante cuento «El burlado» (1908) y en su novela «El vagabundo de las estrellas» (1915). Desterrada en las sociedades occidentales, se actualizó en la modernidad con el terrorismo islámico. A ese contexto se dedica el sugerente libro de Brecher.
Pero, ¿qué es tortura? Brecher se niega a definirla –en realidad, no hace mucha falta–, pero se basa en la «Convención de la Asamblea General de las Naciones Unidas Contra la Tortura» (1984) cuando apunta a «todo acto por el cual se inflige intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella, o de un tercero, información o una confesión, castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o intimidar y deshumanizar a esa persona o a otras». Brecher analiza la tortura al hilo de la paradoja de Dershowitz, la llamada «hipótesis de la bomba de relojería», que defendió la legalización de la tortura en interrogatorios relacionados con terrorismo. ¿Se justifica si pudiéramos evitar miles de muertos?
Dilemas como este y otros muchos sobre dos accidentes alternativos e inevitables procedentes de la filosofía moral –el «dilema del tranvía»– son ahora utilizados para la IA o para programar coches autónomos a la hora de evitar el «mal mayor». Pero la alternativa es falaz: no es que la tortura sea la solución «menos mala», es que siempre es la peor. Envilece sobre todo al torturador y, en el caso de los sistemas democráticos, los deslegitima y quiebra los principios generales del derecho y del imperio de la ley. Brecher debate la extensión de la hipótesis –quién tortura, cuándo y con qué efectos y conocimiento, entre diversas variables– y las consecuencias legales, políticas y morales de una posible legalización de la tortura en casos extremos. Ninguna «sociedad decente» puede usar estos medios, ni siquiera ante el más loable fin.