El segundo suicidio de Virginia Woolf
Un grupo de ciudadanos de Richmond (Londres) ha expresado sus reticencias a que se coloque una estatua de la escritora, donde aparecería sentada en un banco a orillas del Támesis
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Nos falta sensibilidad y nos sobra susceptibilidad. Estamos llevando la suspicacia de lo políticamente correcto hasta situaciones en las que el absurdo nos impide vivir. No pasará mucho tiempo antes de que lo único que se pueda hacer en vida es alimentarse y reproducirse. La incultura moralizante no deja margen para mucho más. ¿Necesitan otro ejemplo? Aquí lo tienen: un grupo de ciudadanos de Richmond –al suroeste de Londres– ha expresado sus reticencias a que una estatua de la escritora Virgina Woolf –realizada por Laury Dizengremel– sea colocada sentada en un banco a orillas del río Támesis, mientras vuelve su cabeza para mirar al agua. Para estos finos hermeneutas, la escultura resulta de muy mal gusto, ya que, mediante su giro de cabeza para contemplar el fluir del agua, se evoca la causa de la muerte de Woolf: su suicidio arrojándose al río. El emplazamiento de la obra fue acordado por el comité de medioambiente, sostenibilidad, cultura y deportes del Consejo de Richmond, pero esta decisión ha sido cuestionada, a los pocos días, por la Richmond Society bajo los argumentos arriba reflejados.
Huelga decir que las razones ofrecidas por este grupo de presión de Richmond para el traslado de la estatua rayan en la ridiculez. Aquí no nos encontramos con un caso como el de la escultura de un «jumper» golpeando sobre el suelo –obra del cotizado Erich Fischl–, que, tras los atentados del 11 S, fue retirada de su emplazamiento en Nueva York por excesivamente explícita y obscena. Esta convencional representación de Virgina Woolf está tan carente de elementos controvertidos que solo una mente enfermiza puede descubrir en ella los síntomas que llevaron a la autora británica a terminar con su vida. De ahí que Aurora Metro, la editorial del suroeste de Londres que hace campaña y recauda fondos para la estatua –ya ha levantado 35.000 de las 50.000 libras necesarias para su realización– haya creído encontrar otras motivaciones en las quejas de la Richmond Society. Una auditoría recién publicada de las estatuas de Londres ha concluido que hay más representaciones de animales que de mujeres, y que solo un 4% de los 1500 monumentos distribuidos por la ciudad están dedicados a mujeres. Para los promotores de esta escultura, resulta evidente que el empeño de la Richmond Society en trasladarla a un lugar más discreto obedece a un intento de expulsar a personas como Virginia Woolf fuera del paisaje cotidiano. Detrás de esta campaña de presión de las fuerzas vivas de Richmond se hallaría una batería de acendrados prejuicios, dirigidos contra la escritora británica como consecuencia de su enfermedad mental, su feminismo y su sexualidad. Desde luego, pretender que una escultura conmemorativa como la creada por Laury Dizengremel posee ciertos elementos perturbadores o polémicos es tomar por tonta a la ciudadanía. Es más, si de algo se puede acusar a la obra de es de ser demasiado lánguida y neutral como para expresar la fecunda y compleja personalidad de Virginia Woolf. El ridículo de nuestra sociedad no conoce límites.