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Escena de «El juego del calamar», serie que ejemplifica la crítica contra el sistema

La edad del capitalismo moralista

Si Lenin sostenía que los capitalistas les iban a vender la soga para ahorcarles, ahora los enemigos del comercio parecen conformarse con aplicarle un contrachapado moralista, a mitad de camino entre las proclamas milenaristas y el aprovechamiento contable que reporta ejercer de pelma apocalíptico y cenizo

Asistimos a una marea de proclamas, programas y productos teóricamente enfrentados a un capitalismo concebido como origen de todos los males sociales, al tiempo que sus críticos aprovechan todas sus ventajas para forrarse. Con la caída del Muro y el hundimiento del socialismo real los cazadores de mariposas utopistas se encontraron con la necesidad de reciclarse. Hicieron falta un par de décadas para conformar su respuesta. Llegó esta cuando la confluencia de los filósofos líquidos, los ingredientes del postestructuralismo francés y los peores ecos del sesentayochismo, las aportaciones de un feminismo enemistado con la biología y la neurociencia, los arrebatos censores de los nuevos cruzados, los evangelios woke, el desprecio por los paradigmas ilustrados y las tentaciones agonísticas de quienes viven por y para el martirio (propio y, sobre todo, ajeno), conformaron un capitalismo de nuevo cuño.

Un capitalismo moralista, que no necesariamente moral. Uno que hace furor entre las élites económicas, culturales y políticas de unos Estados Unidos que lo han exportado sin resistencia al resto de occidente. Haciendo uso de las mejores herramientas del propio capitalismo, de sus propios mecanismos, los modernos apóstoles apaciguan conciencias y, de paso, hacen pasta. Arengan a los muy sensibles y pronostican los estertores del comercio.

La clave pasa por imprimir camisetas muy cuquis, por publicar libros de combate concebidos para las listas de ventas y la traducción a varios idiomas, múltiples ediciones mediante, y rodar películas y series la mar de críticas con el sistema (desde «El Juego del Calamar» a «Succession») mientras millones de espectadores pasan por caja y tranquilizan su conciencia sin necesidad de incomodidades. A despecho de lo que el imprescindible filósofo Fernando Savater nos explicaba en un número anterior de Contracultura («la sociedad moderna y democrática tan sólo ha inventado una combinación que funciona: capitalismo en la empresa, socialismo en el reparto y liberalismo en las costumbres») los evangelistas posmodernos quisieran tumbar esta combinación más o menos virtuosa sin proponer nada solvente a cambio, ninguna alternativa factible, más allá de criticar por el camino aquello mismo de lo que se sirven y que les enriquece.

No es de extrañar pues que las compañías telefónicas te ayuden a buscar la causa justa perfecta para ti, de la manera más cómoda posible (con un solo clíquiti desde tu confortable salón), que haya gigantes del streaming multiplicando sus beneficios con productos teóricamente enemistados con el modelo de negocio que les enriquece, que marcas de ropa diseñen burkas para hombres y que todo tipo de lemas calmaconciencias y en el tono de pantone exacto para estar a la última, a tanto la pieza llenen los escaparates y adornen a las protagonistas de las últimas películas en cartelera. Y etc. Son todo ventajas.

«Este tipo de fenómenos aparentemente críticos con el capitalismo, o directamente anticapitalistas» explica el filósofo y articulista Manuel Ruiz Zamora, «entran dentro de lo que se ha denominado lógica del capitalismo tardío. Aquí lo ideológico y lo moral se convierten también en bienes de consumo, si bien en un consumo nimbado de aura, al modo de lo que Walter Benjamin predijera erróneamente que iba a desaparecer. El aura se ha extendido ahora por el mundo, aunque en la forma de un brillo moral».

Moralina de empresa

¿Estaríamos, podría parecer, ante una nueva vuelta de tuerca de lo que el filósofo y profesor Miguel Ángel Quintana Paz ha denominado, con más que buen tino, «capitalismo moralista»? «las empresas ya no solo promueven la agilidad y el cambio, sino también toda una agenda ideológica, toda una moral (quizá una moralina)», explicaba en uno de sus artículos Quintana Paz ya en 2019. Ahora, dentro de esa moral, parece figurar también en un lugar destacado la crítica feroz al capitalismo, en general y a bulto, como culpable de todo mal que acecha a nuestra sociedad. Y los propios actores, aquellos que alimentan y se alimentan del sistema -corporaciones, empresas, industrias…- no dudan en atacarlo, porque ese ataque, haciendo uso de los propios mecanismos de aquello a lo que pretende denostar, reporta hoy beneficios.

«Ya no se adquiere un objeto –máxime si este es un producto cultural– por su pura instrumentalidad» dice Ruiz Zamora, «sino por el hecho de que con él nos situamos en el lado del bien y, lo que es más importante, frente a quienes representan el mal, que son justamente quienes ostentan valores diferentes. Por eso hay algo estrictamente orwelliano y totalitario en esta aspiración reeducativa del sujeto capitalista precisamente desde las empresas más representativas del nuevo capitalismo. Porque, aunque pueda parecer que se está combatiendo el capitalismo, lo que realmente se está consiguiendo es debilitar en la conciencia de la gente las bases ideológicas de la democracia liberal».

No es algo nuevo, desde luego, que una marca quiera ver asociado su nombre a unos valores concretos (y muy positivos, y de moda) para obtener una legitimidad moral además del rédito económico, pero la novedad, lo insólito, es que se generen productos que, al asociarse a ciertos valores, deslizan ideas contrarias al propio libre mercado, en los que el mismo objeto de denuncia y crítica es el sistema que ampara a quien genera el producto y el que le permite hacerlo.

Parece delirante solo leerlo, pero ahí está: industrias privadas haciendo negocio con la comercialización de productos que alertan del peligro de un capitalismo feroz y despiadado que solo piensa en hacer negocio. Las propias piezas del engranaje tratando de sabotearlo y, al mismo tiempo, manteniéndolo a flote. ¿A qué se debe? ¿Cuál es la explicación? No parece muy propio de un sistema económico y social con la cualidad de adaptarse y mutar para subsistir y no desaparecer. Para perdurar. Ya sostenía Schumpeter que el capitalismo tiene una infinita capacidad de reinventarse. Luego no parece que pueda deberse a un error ni un descuido. A un fallo de Matrix. Debe tratarse de otra cosa. Otra debe ser la explicación. Y quizás la encontremos, como nos sugiere Manuel Ruíz Zamora, en esa falsa sensación que produce este fenómeno en la masa que, adocenada por unos valores inoculados, cree estar reaccionando de manera auténtica y genuina, cuando es el propio sistema el que le está guiando.

Lo que parece no dejar lugar a dudas, como señala Miguel Ángel Quintana Paz en algunos de sus artículos, es que este capitalismo moralista supone una clara y real amenaza a nuestras libertades. El capitalismo, de nuevo, reinventándose. Esta vez explotando la moralidad. Y, de paso, nuestra exacerbada emocionalidad. La jugada perfecta. «En mi opinión, todo esto – reflexiona Ruiz Zamora– nos puede llevar a una presuposición un tanto inquietante: la de si no nos encontraríamos ante unas élites económicas y empresariales que, siguiendo los destellos del espejo chino, no se formulan la posibilidad de fomentar un cierto populismo antiliberal como recurso coyuntural para avanzar hacia formas de regímenes de capitalismo autocrático, en donde los controles democráticos hayan desaparecido».

Inquietante, sí. Y con el beneplácito y en connivencia, además, de una gran parte de la sociedad convencida de estar llevando a cabo, de manera activa y por propia decisión, una revolución, de estar formando parte de un cambio de paradigma justo y necesario, por el bien de todos y en nombre de todos. «La pregunta, por tanto» concluye el filósofo, «es la siguiente: ¿estaremos asistiendo a una alianza entre capitalismo y populismos como una suerte de unidad de destinos en lo universal?».