"Morir de risa"
Mamá, quiero ser Concha Velasco
Entendió de qué va el juego de la vida y se lo tomó con el mejor de los humores: “Nos vamos a morir todos, así que más vale que nos vayamos acostumbrando”
Doña Concha fue muy grande. Es muy grande, perdón, porque su legado –ese que va con el cartelón de Gran Dama del Teatro , del Cine, de la Música...– ya siempre estará ahí. Inamovible. La Velasco fue todavía más grande fuera que dentro del escenario. Sus habilidades interpretativas son un hecho; su transformación, la que reclamara la ocasión, delante de la cámara o del público en directo es una obviedad, pero su principal mérito viene por ser quien fue una vez el trabajo terminaba... o no.
Siempre entendió que el contacto con las masas era una parte más de su sueldo, de la fama y de la vida en general. También su trato con la prensa, para los que sacaba cinco minutos si eran necesarios entre cucharada y cucharada de una fabada y con Netflix de fondo. “De estas vivimos”, zanjaba en Mérida cuando tardó media hora en hacer un paseo que cualquier mortal hubiera completado en menos de un minuto. "Solo" había que atravesar la plaza de España. Uno, otro, otro y otro se acercaban a la actriz, y ella respondía con el mismo o más cariño que le mostraba el pueblo.
Era capaz de calmar hasta al más alterado de los taxistas. Le pasó frente al Teatro de La Latina. Velasco presentaba nuevo montaje, uno de los últimos, y, a su llegada, el remolino de gente colapsó el tráfico de la Cebada. El conductor, encolerizado por detener la carrera, ni se lo explicaba ni lo iba a consentir... hasta que vio a la Chica Yeyé: “¡Coño, es la Velasco!”. Fin del conflicto. Foto para presumir, y suave como la seda. Ya había merecido la pena el parón.
Luego, dentro del garito, la vallisoletana daría otro recital de la filosofía “conchavelasquiana” . Entonces, año 2 a.C. (antes de la Covid), visitaba Madrid entre algodones y se justificaba: “Como soy una estrella no me iba a coger un simple catarro, así que al final opté por la neumonía. A lo grande”. Aseguraba que “parecía la niña del exorcista” en la cama del hospital de La Coruña. “Flotaba”, afirmó. Sin embargo, “pedí que me trajeran a Madrid en ambulancia, porque no sabéis lo precioso que es venir atada. Y, además, tenía que volver a casa”. U otra declaración de intenciones en esa misma rueda de prensa, donde invitaba a Cristina Abad (su nieta en la función) a no cortarse ni medio pelo: “Enseña carne, ¡que estás muy buena!”, le decía. “En mi época eso era delito, y por ello yo acabé en el calabozo, pero ahora no”. Feminismo en vena. O ese otro “afortunadamente yo nunca he hecho caso a nadie” que confesaba el mismo día que recibía su segundo Premio Nacional de Teatro –"mi gran amor"–.
Y es que siempre, o casi siempre, fue una tipa lista esta Concha. Entendió que no tenía edad para no vivir todo al máximo y se entregó a la causa. Quiso mirar a los ojos a la de la guadaña y, no reírse de ella, pero sí con ella. “Nos vamos a morir todos –simplificaba–, así que más vale que nos vayamos acostumbrando. Yo, por ejemplo, lo voy a hacer de risa”. Y vaya si lo hizo. Le encargó a su hijo Manuel una pieza “ad hoc”, un capricho, un batido “estilo Broadway” que juntaseEl fantasma de la ópera, Sunset Boulevard, Mary PoppinsyLa bruja novata. El resultado final del texto puede ser más que discutible , pero la gamberrada ya estaba liada: El funeral, se llamó. Y ella, de tanto repetirlo, se “acostumbró” a verse muerta.
Eso sí, tenía claro que no iba a irse sobre un escenario, “eso es una ordinariez”, ella prefería hacerlo en “casa”. Aunque no fue esa su única predicción, también señaló la edad a la que lo haría, “a los 82″. Ni más ni menos. “Lo tengo previsto”. Las ciencias exactas le llevaron a situar su destino final entre las edades de su padre y de su madre, sin embargo, tampoco acertó. Se regaló una prórroga una mujer que, al final de sus días, aprendió a disfrutar incluso de los pesados viajes en coche. Obligada a dejar su querido Cine de barrio por entonces, también abandonó el tren y el avión para “ver la vida con otro ritmo”, el que le marcaba su fiel Patricio, a los mandos del vehículo y testigo incansable de las obras a estrenar que repetía en los trayectos.
Era la Concha Velasco feliz que firmó en Reina Juana su última grandísima actuación sobre las tablas. Después aparecería esa abuelita entrañable que se fue apagando a poquitos, sobre todo desde finales del 21, y a la que hasta sus hijos, contaba ella, le cambiaron las noticias de la televisión por las películas y las series “para que no me enfade o me ponga triste”.
Soñaba con un mundo en el que no cerrasen los teatros y en el que la gente no opinase sin saber. “Yo si no sé algo me callo”. Aunque lo que siempre quiso “es estrenar” sin parar. Y una cosa más: “Yo ya solo quiero ser mejor persona”.
Y yo, mamá, no “quiero ser artista” ni “protagonista”; yo, mamá, quiero ser Concha Velasco.
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