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«Nazarín», el reencuentro de Buñuel con Dios y España

Una exposición de PhotoEspaña en la Casa de México muestra el trabajo de fotógrafo documentalista de Álvarez Bravo para el filme que Buñuel rodó en el país azteca ante la imposibilidad de filmar en España esta película

Luis Buñuel, durante el rodaje de «Nazarín», con Jesús Fernández, que dio vida a Ujo
Luis Buñuel, durante el rodaje de «Nazarín», con Jesús Fernández, que dio vida a Ujolarazon

Una exposición de PhotoEspaña en la Casa de México muestra el trabajo de fotógrafo documentalista de Álvarez Bravo para el filme que Buñuel rodó en el país azteca ante la imposibilidad de filmar en España esta película.

Soy ateo por la gracia de Dios». La paradoja es tan afinada que solo un simplón podría colegir que realmente Luis Buñuel era un ateo al uso. Ni siquiera quizás un ateo. Decía Unamuno que no aprobaba ni a quienes renegaban de Dios ni a quienes lo aceptaban sin fisuras según la doctrina; solo se sentía conforme con quienes lo buscaban entre gritos. Algo así. Buñuel trató tanto (aun con su visión pesimista, cínica y hasta cruel) el tema mayor de la religión que es ridículo pensar que se conformaba con la mera inexistencia de la divinidad. Su dedicación a Dios y a los hombres que lo buscan fue obsesiva en su cine. Y su modo de buscar a Dios era también su manera de explicar la esencia de España, la que sufrió en propias carnes y la que añoró desde el exilio.

«Nazarín» es una de las películas en las que se afirma de manera más clara la idea de la redención cristiana y el ideal primigenio tanto como la españolidad de un Buñuel por entonces exiliado en México, donde se había nacionalizado en 1949. En el año en que se cumplen 60 desde que el filme ganara el Gran Premio Internacional del Festival de Cannes, PhotoEspaña, a través de la Casa de México en Madrid, dedica una exposición a esta obra de Buñuel y al gran fotógrafo mexicano Manuel Álvarez Bravo (Ciudad de México, 1902-2002), que documentó con su cámara aquel rodaje en el que el aragonés buscó las trazas de la España mesetaria en los paisajes y las gentes del DF y del estado de Morelos.

Y todo ello tirando por primera vez (seguirían dos más) del escritor que más interesó a Buñuel: Galdós, de quien se cumplen 100 años de su muerte. El cineasta consideraba que la generación de finales del XIX y principios del XX fue «portentosa», pero entre ellos destacaba a Galdós, a quien llegó a conocer. «A decir verdad, solo lo vi una vez, en su casa, muy viejo y casi ciego, al lado del brasero y con una manta en las rodillas», rememoraba en su autobiografía coescrita con Jean-Claude Carrière «Mi último suspiro».

Buñuel se reencontró con Galdós a través del cine en 1959. Antes, en 1947, llevaba 10 años sin dirigir una película y el mismo tiempo fuera de España. Vagó por París, Nueva York y Hollywood sin hallar acomodo. Los buenos tiempos del «épater le bourgeois» de «El perro andaluz» y «La edad de oro» habían quedado muy atrás. Pero se le ofreció una oportunidad en México, donde podría ponerse a los mandos de una gran producción comercial con Jorge Negrete. «Gran Casino» fue un fracaso, pero el aragonés siguió trabajando en filmes «alimenticios» hasta que dio con la tecla de su estilo en «Los olvidados», que ya le valió el premio a mejor director en Cannes en 1951.

Añorar España

Su regreso triunfal sería con «Nazarín», la cinta con la que fabuló con su regreso a España. «Me sentía tan poco atraído por América Latina que siempre decía a mis amigos: si desaparezco, buscadme en cualquier parte, menos allí». Buñuel no estaba a gusto en México. Añoraba su tierra natal, aquel pedazo de mundo del que abjuraba también cada vez que podía. Como de Dios. Tanto la echaba de menos que intentó rodar en España, peor las autoridades denegaron la autorización por ser una historia «peligrosa» desde el punto de vista «moral y religioso».

No hay, en realidad, una cinta más religiosa que ésta en su filmografía. Carece del cinismo y la socarronería de «Viridiana» (también según otra novela de Galdós). La crudeza y hasta el escepticismo no restan fuerza al mensaje idealista del padre Nazario, ese sacerdote acosado por la justicia humana que vaga por los campos con fama de santón para acabar viviendo su particular crisis de fe y su via crucis. «Pertenezco muy profundamente a la civilización cristiana. Soy cristiano por la cultura, si no por la fe», decía el director. Nazario era el espejo bruñido en el que mirarse, ya fuese en lo puramente religioso como en su actitud honesta con sus valores frente a una sociedad que detesta al individuo.

Incapaz de rodar en España, Buñuel se lanzó a los campos de México en busca de un reflejo de su tierra. La exposición de PhotoEspaña muestra algunas de las instantáneas tomadas por el propio Buñuel en ese proceso de localización de escenarios, junto con las fotografías estáticas de Manuel Álvarez Bravo, que se encargó de documentar un rodaje donde la fotografía en movimiento fue responsabilidad de Gabriel Figueroa. El problema es que ni Ciudad de México era el Madrid de Galdós ni los pueblos de Morelos eran los campos y casas de Carabanchel, Móstoles, Navalcarnero y Aldea del Fresno que el padre Nazario transita en la novela. Tampoco, por supuesto, esos paisajes áridos del bajo aragón, de la Calanda natal de Buñuel, que el cineasta soñaba con rescatar desde su infancia a través del celuloide.

Su Nazario tendría que ser mexicano, hijo de españoles, interpretado por el gran Francisco Rabal, quien tras el éxito internacional de «Nazarín» medió con el Régimen para que Buñuel pudiera regresar a rodar a España. Aquello sería con «Viridiana», cinta que también triunfó en Cannes y que supuso un revuelo absoluto, obligando al director a salir de España para no volver en años. La nostalgia por su país quedó reducida a un signo distintivo del cine de Buñuel: los tambores de Calanda, que resuenan en la magnífica secuencia final, con el padre Nazario preso, camino adelante, vejado y luego asistido por una «verónica».

Visiones contrapuestas

La milagrería, las vidas de santos, los predicadores, los alucinados fueron siempre temas y personajes muy presentes en la obra de un hombre que gustaba de vestirse de cura y hasta de monja. Su forma de afrontar la religión es tan ambigua que «Nazarín» fue vista como fiero alegato anticristiano por Carlos Fuentes y, al mismo tiempo, como «una película que parece pagada por el Vaticano» en palabras de Julio Cortázar. Lo que está claro es su complicidad, su admiración, por el padre Nazario, tanta que le liberó de los embates de esa crueldad tan buñueliana que no quiso ahorrar a la novicia de «Viridiana»: «Aunque he tratado burlonamente a la mayor parte de los protagonistas de mis películas, jamás me he burlado de Nazarín o de Robinson Crusoe: he respetado su pureza. En el fondo, siempre he elegido al hombre contra los hombres». Ahí está buena parte del quid: que Nazario no se traiciona a sí mismo, mantiene un código personal aun cuando pueda albergar dudas.

«Admiro al hombre que permanece fiel a su conciencia», diría este recio aragonés que de pequeño mamó el estruendo de las tamborradas y se cuestionó sobre lo complejo, lo feo y lo hermoso de ser español y cristiano, ideas que nunca lo abandonaron: ni en México ni en Francia. En Galdós encontraría un remedio para curar la nostalgia de España, para ser amándola y odiándola lejos de sus fronteras, y un talismán para relanzar internacionalmente su cine.