Crítica de teatro

“Animal negro tristeza”: Incendios con fuegos artificiales ★★☆☆☆

El talento de Julio Manrique para poner sobre el escenario cualquier historia y conseguir captar la atención del espectador no parce conocer límites

Imagen de "Animal negro tristeza", dirigida por Julio Manrique
Imagen de "Animal negro tristeza", dirigida por Julio ManriqueDavid Ruano

Autora: Anja Hilling. Director: Julio Manrique. Intérpretes: Mireia Aixalà, Joan Amargós, Màrcia Cisteró, Norbert Martínez, Jordi Oriol, Mima Riera, David Vert y Ernest Villegas. Naves del Español (Matadero), Madrid. Hasta el 20 de mayo.

El talento de Julio Manrique para poner sobre el escenario cualquier historia, sea de la naturaleza que sea, y conseguir con ella captar la atención del espectador no parce conocer límites. A tenor de los trabajos que jalonan su carrera de director, supongo que se debe a que nunca ha dejado de colocarse al humilde servicio de esas historias. Y eso ocurre incluso cuando se embarca en una aventura tan descabellada como esta. Digo descabellada porque, francamente, todavía no entiendo qué ha podido ver en esta obra de la alemana Anja Hilling. El texto, digámoslo claro, es malo de solemnidad: es tan artificiosamente melodramático que llega a resultar, en no pocas escenas, desconcertante y ridículo.

Un grupo de amigos, muy monos y burgueses, se va al bosque a pasar el día. Por un descuido, provocan un incendio que desencadena una catástrofe. Aunque no lo parezca, como en la mejor comedia de enredo, hay tiempo en medio de las llamas para que las relaciones amorosas entre algunos de ellos se reconduzcan, ya sea en una dirección, ya en otra. Incluso hay tiempo para que uno de ellos salga del armario. También hay tiempo para evocar a Elvis durante el rescate, o para presentarnos a un bombero como –ojo al infantilismo– “alguien que cuida de la naturaleza”. Pero, claro, nada es precisamente cómico, aunque ese efecto se pueda conseguir sin pretenderlo: algunos de los amigos mueren, y también un bebé, del cual nos explican cómo sus deditos calcinados caen al suelo, para que la pena sea un poquito mayor. En cuanto a los que sobreviven, tendrán que aprender a superar la tragedia, cada uno a su modo; por supuesto, uno de ellos no lo consigue y se suicida.

El disparate, que parece una mala copia de la peor obra que Echegaray hubiera escrito (porque al menos Echegaray, en la forma, sí tenía destreza poética), no puede ser más efectista y más grandilocuente. Y, por si fuera poco, se articula en un texto puramente narrativo en el que, además, muchas de sus innecesarias descripciones podrían entenderse solo como meras acotaciones.

Pues bien, con toda esta morralla, el director, quién lo iba a decir, consigue levantar un espectáculo digno. Y eso que los actores no pueden aportar mucho –alguno que otro estaba, por cierto, bastante fallón con el texto–: hay tan poca acción estrictamente dramática que apenas tienen dónde agarrarse. Tal vez por ello, Manrique, sin renunciar a la narratividad, ha concentrado todos sus esfuerzos en la plástica de las imágenes descritas, trasladadas por él a unos códigos más sensoriales bajo los cuales, afortunadamente, se diluye el peso de lo verbal. De tal modo que la función encuentra en los cuerpos de los actores, en su movimiento, en el diseño y en el uso de la iluminación y del espacio sonoro, algo de la belleza y de la verdad que no tienen, ni de lejos, las palabras que se pronuncian.

Lo mejor

La escena de Miranda intentando escapar entre las llamas, simbolizadas en los cuerpos del resto de actores.

Lo peor

Algunas evocaciones y alusiones, como las de los helados Magnum, son un poco penosas.